Un porcentaje en sintonía con los tiempos que corren: uno de diez. Que al fin y al cabo, pensándolo bien -más allá de lo poco de matemáticas que sé- deja algo sin resolver. Es cierto que el punto de partida fue igual para todos: ser leproso significaba ser la periferia de lo humano, la franja molesta y pesada de la humanidad, incluso de aquella que iba a ser alcanzada por los pies de Cristo. Él camina y ellos mendigan un poco de atención: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros. Que no está mal como petición: es la humilde pertenencia de quien dice sin Ti estamos perdidos, sálvanos, Maestro. Aquel Maestro que, lejos de querer aparecer como un factótum de lo humano, los envía al sacerdote a curarse. No es desinterés, ni siquiera un anticipo de lo que el genio de Pilatos hará con Él. Es simplemente el respeto de una tradición que reinaba en aquel tiempo: sólo un sacerdote puede testificar tu curación, por eso vete a él. Quién sabe qué sentimientos les causó aquella respuesta: ¿desolación, melancolía, amarga sensación de no ser nada ante Sus ojos? Los manda porque todo recorrido de fe es un camino, es un partir a ultranza, es fiarse que algo cambia, que algo ya está cambiando. Que la lepra ya ha comenzado a desaparecer con sólo descansar su mirada sobre ellos: hace falta fe para ponerse en camino, convencidos de que algo acontecerá. Como aquella niña de un pueblecito de la comarca de la Segarra en el interior de la provincia de Lérida: un día los payeses, en medio del bochorno veraniego, fueron a la iglesia para elevar sus rogativas pidiendo la lluvia. Únicamente ella se presentó en el templo con el paraguas en la mano, en pleno agosto: la única que estaba convencida de que Dios les iba a conceder la lluvia.
El 100%: y como respuesta el 10%: uno de ellos viéndose curado volvió atrás alabando a Dios con grandes voces… para darle gracias. ¿Y los otros? También Cristo se lo pregunta: el Nazareno no hace milagros para ser alabado, y es que más allá de la curación les había preparado la salvación. Y a cambio, nada. Desaparecidos en la euforia de su felicidad: con la panza llena, cada uno volvió a los viejos oficios de otro tiempo. Quien era ladrón continuó robando. Quien bebía, volvió a la taberna. Quien pecaba de lujuria volvió a retozar en las alcobas, volviéndose quizás peor que antes. Quien negociaba, volvió a las mercancías de la ciudad. Volvieron al mismo punto desde donde la lepra les había alejado: y para el agradecimiento, ni el más mínimo pensamiento.
Desapareció la lepra, pero la piel quedó reseca y envejecida: sólo la del samaritano -el último del que te lo podías esperar- sale rejuvenecida. Y en este porcentaje está el verdadero pecado: uno entre diez. No que se cura, sino que sabe agradecer, que vuelve sobre sus pasos para estrechar una mano, para cruzar una mirada, para volver a iluminar una memoria que parecía perdida. Porque decir gracias, después de todo, es como decir sin Ti aún sería un leproso, has obrado un cambio en mí, has destruido mi enfermedad. De hecho en los Evangelios nadie es tan rico como para no permitirse la fuerza de un gracias. Quizás pronunciado al final, quizás como apéndice de una historia maldita, quizás susurrado entre los intervalos de una herida espeluznante. Allí donde sea, hay algo que nos hace sospechar que también Cristo sabe apreciarlo. No porque quiera sentirse importante sino simplemente porque más allá de la curación también querría ofrecer la salvación. Diez han recibido un don, uno ha correspondido. Quizás está bien que sea así porque la fe se alza como respuesta del hombre al eterno cortejo de Dios.
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