En este primer domingo de otoño nos encontramos con una de las parábolas más increíbles contadas por el Señor. Nos llega mientras retomamos todas nuestras actividades un poco con calzador: el trabajo, la escuela, la vida parroquial ordinaria, las fatigas y preocupaciones cotidianas… El verano con sus vacaciones, para quien ha podido hacerlas, parece un recuerdo lejano.
Y en esta “vuelta a la normalidad” nos encontramos con el Evangelio de hoy que hace saltar por los aires toda lógica de justicia humana, sobre todo en estos tiempos en los que buscar trabajo parece una utopía, tan grande como el riesgo a perder el empleo quien lo tiene.
Porque la parábola de hoy nos habla de trabajo, de sueldo, de jornal a horas, de recompensa con métodos y valoraciones que no se corresponden con la justicia. Pero al mismo tiempo hay una palabra que brilla luminosa más allá del derecho y la reivindicación: la palabra bondad. “Yo soy bueno” afirma el amo de la viña de la parábola.
En medio de las habladurías y críticas hacia el amo -humanamente justificables- encontramos la imponente afirmación “Yo soy bueno” que desarma toda lógica humana.
Porque la parábola, como toda parábola de Jesús, hace referencia a otra cosa: es necesario interpretarla, ir más allá de la simple narración. Algunas palabras de Jesús resultan ilógicas a nivel humano, incompresibles para “los de fuera” como Él mismo afirma después de la narración de la primera parábola, la del sembrador.
Una vez más, el Dios de Jesús nos desconcierta: sus caminos -como nos ha recordado Isaías en la primera lectura- no son nuestros caminos, los “superan” como la cruz y el don superan nuestra lógica.
Parece normal que instintivamente cada uno de nosotros se sienta solidario con los trabajadores de primera hora: no es justo dar la misma paga a quien trabaja mucho y a quien trabaja poco. No es justo si en el centro de todo colocamos el dinero y las leyes de la economía.
Pero si me dejo provocar por esta parábola, si como Dios, sitúo en el centro, no el dinero, sino el hombre, no la productividad sino la persona, entonces no puedo murmurar contra aquel que desea asegurar la vida de todos. La parábola nos invita a conquistar la mirada de Dios.
Si de hecho entramos en la lógica de Dios, se nos abre una perspectiva nueva: descubrimos un pacto entre las partes, es verdad, pero especial y único. Porque Dios nos llama a trabajar en su Viña, no como un empresario alejado de sus operarios, sino como uno que da a los hombres los frutos mismos de aquella viña y que hace a los hombres partícipes de su obra de redención. ¡El hecho mismo de trabajar en la viña del Señor es la recompensa! Y gozan mayormente de esta recompensa quienes la tienen desde primera hora de la mañana.
Dios se entrega a sí mismo al hombre en un don gratuito, continuo, fiel, sin límites; entrega todo su amor. Y pide a cambio únicamente la aceptación del don. La respuesta decisiva a su llamada, el arremangarse para poner manos a la obra aunque sea sólo una hora en la vida, puede redimir toda una existencia. Pensemos en aquel intensísimo momento de amor y de fe que hizo del buen ladrón, un primero en su Reino.
Ningún hombre, en cierto modo, puede ser comparado con otro. Cada uno tiene su llamada, su hora, su historia. Cada uno es el preferido al que Dios destina su paga de salvación, es decir la paga entera, todo Él mismo.
En esta aventura de amor infinito que es la historia de nuestra salvación, lo más llamativo, el contraste más evidente, el reto al esplendor de su Bondad es la envidia que podemos alimentar hacia este don que va más allá de todo mérito, revelando la medida de Dios.
Ceder a la envidia lleva en sí el castigo. El libro de los Proverbios define la envidia como “una caries de los huesos” (Prov.14,30) La envidia después va acompañada de lamentación, el arrepentimiento por haber soportado el peso de la jornada y el calor, de haber trabajado en la viña de Dios, de haberse visto obligado a amar desde la primera hora.
Sin embargo, si al trabajador de última hora lo miro con bondad, si lo veo como un amigo, no como un rival, si lo considero un hermano, no un adversario, si veo en él al pobre que se ha pasado todo el día sufriendo por no tener trabajo, entonces disfruto junto con él de la paga entera, porque entiendo que aunque por otros motivos, también se la merece; y lo festejo con mi hermano, y ambos nos sentimos ricos y agraciados.
Es cuestión de bondad, tan difícil de encontrar en nuestros días, incluso quizás en la vida de nuestras comunidades, donde a veces la envidia y la crítica -como dice el papa Francisco- son males que hieren la comunión y escandalizan al mundo.
Si me creo trabajador cumplidor de la primera hora, cristiano ejemplar, que entrega a Dios empeño y tesón, que pretende la recompensa, entonces me alejo de la bondad de Dios. Si en cambio, con humildad, con verdad, me coloco entre los últimos trabajadores, entre los siervos inútiles, junto a los pecadores, junto a María Magdalena y el buen ladrón, si cuento no con mis méritos sino con la bondad de Dios, entonces la parábola me revela el secreto de la esperanza: Dios es bueno.
Es lo que debió experimentar el mismo evangelista Mateo, el único que nos presenta esta parábola y cuya fiesta celebramos hoy 21 de septiembre, quizás porque se sintió tocado personalmente por la invitación a seguir a Jesús a pesar de su pecado. Es lo que experimentó san Pablo que llega a decir a los filipenses que “para mí, vivir es Cristo y el morir una ganancia”.
Entonces no me molesta que el Señor sea bueno, porque el trabajador de la última hora soy yo, un poco ocioso, un poco necesitado. No me lamento porque a menudo no tengo ya la fuerza de llevar el peso de la jornada y el bochorno.
¡Ven, Señor, a buscarme aunque me haya retrasado! Y estaré contento de tener un Dios así, que llama a la puerta cerrada de mi estrecho corazón de fariseo, que empuja contra la pobreza de mi alma, para enriquecerla con su mismísimo Amor. Ayúdame a redescubrir que la verdadera ganancia es vivir de Ti, morir por Ti, que es impagable el honor de trabajar en tu viña desde primera hora de la mañana.
Fr. Tomás M. Sanguinetti