CRISTO SE LO TOMÓ CON APARENTE CALMA
Betania, la ciudad donde Cristo es como de casa. Allí, entre el torrente Cedrón y las murallas de Jerusalén, es como si el Hombre de Nazaret dejase su divinidad fuera de la puerta: demasiado molesta en aquel minúsculo refugio, hogar de almas puras y nobles como las de Marta, María y Lázaro. Los tres hermanos de Betania, quizás un poco bobos por no haber pedido nunca ni siquiera el más pequeño de los favores a aquel Amigo famoso. Es posible que sea por esta razón por la que Jesús vuelve a menudo: “¿Tenéis un plato de sopa para mí y los míos esta noche?” Y como contribución a los gastos, la acreditación que en cualquier lugar haría enloquecer: “Mi paz descienda sobre esta casa, que es casa de corazones y de amores”. Nadie nos cuenta el lugar donde nació esta amable historia de amistad. Nos basta la confidencia de Juan, uno de los que vivió junto al Huésped: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”
Y en medio de una visita de inspección por Transjordania le llega el recado de Marta y María, sus hermanas adoptivas. “Mira que tu hermano está enfermo”. Hablan de Lázaro, no de un cualquiera. Del amigo, de su hermano, del cabeza de familia de la casa de Betania. Y vista la familiaridad, lo normal hubiera sido ver un gesto de Cristo a los Doce para correr todos juntos hacia Betania. Pues justamente lo opuesto: cuando oyó que estaba enfermo, permaneció dos días en el lugar en el que se encontraba. ¡Suerte que lo amaba! Pues dos días para quien tiene una cita con la muerte son demasiados. Y no bastan los días de ausencia, el hecho es que hace discursos raros…
Y parte cuando Lázaro ya ha muerto, como en los límites de una burla. Siempre sucede igual: cuando te necesitan, siempre estás fuera de casa. Se quedó parado dos días en un retraso premeditado. Y al llegar cerca de la casa, aparentemente para darles el pésame, Marta no se calla: a pesar de la amistad. Justo en virtud de aquel amor amical le espeta: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”. Incluso es extremadamente educada; quizás por familiaridad no se atreve a más. Él no se desahoga, no busca justificaciones. Dios no se ofende por el grito de los humanos, quizás incluso se siente orgulloso. Las palabras de Marta le hacen despertar de su aparente indiferencia: “Si crees, verás la gloria de Dios”. Dos verbos desafortunados. Creer en presente. Ver en futuro. Entre los dos habita la esperanza: deslumbrante esperanza, inimaginable, fatigosa. Tan audaz como para hacernos invertir los verbos: queremos ver; después creeremos. Por eso Dios siempre está bajo sospecha. O tantas veces acusado e imputado. Pero Marta le dice: “Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”. Marta cree, Lázaro resucita. No al contrario: Lázaro resucita y Marta cree. Y qué importan los cuatro días de olor, los dos de retraso, los gritos de la gente, las miradas que le reprochan su ausencia. Si crees, verás.
La lleva afuera y se confía: “Yo soy la Resurrección y la Vida”. Después llora apenado por su amigo. Como yo, como tú, como las criaturas fatigadas por la vida. ¡Lázaro, sal fuera! Y he aquí Lázaro: ¡viva la Vida!
Si crees, Marta, verás. Prometido y cumplido. Desde hace años, desde hace siglos, desde los inicios: a pesar de que alguno se entumezca antes de morir, como midiendo el ataúd antes de tiempo.
Mn. Francesc M. Espinar Comas