Este domingo proseguimos el camino del domingo pasado. Las lecturas son fuertes, especialmente la carta de Santiago, y es necesario ir digiriendo el mensaje, que vayan haciendo efecto, un poco como una medicina que desinfecta y cura. Dejemos claro que lo que cura no es la dureza, en realidad, de tonos fuertes y extremos nos alimentamos cada día. Pero las cuestiones ante las que el Evangelio nos sitúa no las podemos contestar con respuestas de manual, como cuando éramos niños y contestábamos las preguntas del catecismo.
Hoy la Palabra de Dios nos dice: ¿Tú a quien perteneces? ¿Qué te hace discípulo de Cristo? La respuesta adecuada, pero ciertamente reductiva es: mi bautismo. Enriqueciéndola un poco podríamos añadir que también todos los demás sacramentos, y aquel poquito de buenas obras que hemos hecho hasta este momento. En el fondo no somos mala gente: este es el pensamiento de los discípulos. De esta manera es más fácil entender el asombro de los discípulos y la cuestión que poco a poco aflora desde algún rincón del corazón o la mente: ¿por qué razón he hecho todo lo que he hecho hasta ahora si éste último que ha llegado me pasa por delante?
Entendámonos: este “exorcista abusivo” tampoco es que sea muy abusivo: expulsaba los demonios en nombre de Jesucristo. Esta expresión no indica simplemente una forma que pueda ser intercambiable (en ni nombre, en el de algún amigo, en el de alguna divinidad…) al contrario significa que con aquella persona que se invoca con el nombre existe una profundísima unión, es como decir que no soy yo el que habla sino el mismo Jesucristo. Es el Señor que explica que el carácter abusivo no consiste en el uso de su nombre sino en la auténtica adhesión o no, de cabeza, corazón y vida a Él. Paradójicamente los que corremos el peligro de ser abusivos somos nosotros y no aquel desconocido, porque nosotros pertenecemos oficialmente a Cristo, pero nos arriesgamos a que nuestra vida diga que actuamos en nombre de cualquier otro, quizás sencillamente el nuestro o el de nuestros deseos, caprichos o necesidades. Por esta razón el evangelio prosigue con el discurso de los “cortes”: ¿tú de quien eres, de quien llevas el nombre, cuál es tu camiseta? ¿De Cristo o de cualquier otra cosa?
Si te dieses cuenta de que te han etiquetado con un nombre diferente no te detengas a juguetear y divertirte con el hecho, se convertirá en una sanguijuela que te consumirá la vida. Los tres pedazos a cortar representan respectivamente: la mano es el obrar, el pie es el moverse hacia los hermanos, mientras el ojo es el juzgar/evaluar. Nuestro obrar, nuestro ir al encuentro de las necesidades del hermano y nuestro saber juzgar rectamente la realidad, todo ello debe ser en el nombre de Jesús, que es como decir que se pudiera sobreponerse nuestro modo y el suyo, de manera que quien se fijara en nosotros lo pudiera ver a Él (es por esta razón que después el demonio huye)
Los ricos, que Santiago bombardea con tanta fuerza, son aquellos (¡por los bajini podríamos decir que somos también nosotros!) que están llenos de sí mismos, de las propias ideas, de sus propios deseos desequilibrados, de tal forma que no dejan espacio a Cristo. Una escapatoria fácil sería pensar que los ricos en la Biblia se descubren con la Declaración de Renta. Nada más lejos de la realidad: son aquellos que están vacíos y que sacian el hambre de Dios con alguna otra cosa. Los hay que se centran en el dinero, o en los placeres terrenales, o se obsesionan con el poder y la fama. Es la misma enfermedad en versiones diversas. Ser pobre significa estar vacío, hambriento de Dios y capaz de dejar espacio a Él, relegando los deseos y compañía porque el primer puesto corresponde a Dios (…Yo soy el Señor tu Dios…)
La pregunta que nos es presentada aquí es como una pesada losa: ¿eres abusivo o eres una persona conforme? ¿Quién te ve a ti consigue ver a Jesús? Conforme significa según la norma, quiere decir conforme a Cristo.
La segunda pregunta es: ¿porque hago todo lo que hago? Esta aún es más poderosa e interpelante. Si pertenezco a Cristo tendría que poder decir que lo hago por el amor ilimitado al Padre que ama sin medida al hombre. Jesús en la última cena toma el pan que está a punto de partir (imagen verdadera de la cruz que pocas horas después iba a abrazar) y da gracias al Padre que le da la posibilidad de realizar esa entrega de sí mismo, ese don total, en favor de los hombres, de todos nosotros.
Entonces, ¿por qué hago lo que hago? ¿es Cristo quien vive en mí o me estoy comprando Su amor o el paraíso? ¿Abusivo o persona conforme pues?
Fr. Tomás M. Sanguinetti