Ella lo mira, él lo mira, ellos lo miran: «¡Oh Señor, Dios mío!» Sobre los hombros la expresión pobre de los pobres, la gramática de lo casi banal, el incontenible asombro para una belleza insostenible. Ellos lo miran, Él los mira: es poco más que un cachito de carne gritando al frío pero en sus ojos esconde algo fascinante: su forma infantil, como todos los niños, traiciona la sospecha de un misterio allí escondido. La mirada de José se fija en pequeñísimos particulares, casi minucias frente al Cielo. El vientre de María que suavemente se desinfla, aquellas manos de mujer que tiemblan delicadas, aquel golpe de ceja confuso entre maternidad y confianza. La indisciplina del Niño: los piececitos que se agitan, los gemidos musicales de la vida, aquella mirada divina dentro de un ojo de recién nacido. «Cógelo en brazos, José» –le susurra María. El carpintero está estupefacto, anonadado con la idea de poder/deber tocar a Dios: «mi Dios» – le deja resbalar con los labios un beso y se lo estrecha al corazón. Un poco más allá – bajo una guirnalda de murciélagos apiñados, parapeto contra el frio viento de Judea, María busca trapos para hacer pañales: hay que vestir a Dios antes de depositarlo sobre el heno de los humildes. Entre las manos, ropa de lino y gasas: los calienta al fuego y envuelve aquel Misterio que reposa en los brazos seguros de aquel carpintero de noble sangre.
Le tocan, le abrazan, le rodean: verdaderamente es un Dios increíble. Pensándolo bien era una locura. Al tocarle se franquea el límite entre lo decible y lo indecible. Es un Dios embarazoso: «¿Dónde lo colocamos ahora?» –es la primera preocupación de María. Hay madera y José se da cuenta, es su material: su manto sobre su material y el primer lecho del Salvador está listo.
Imaginar a Cristo es obra de artistas y genios: poca pintura y paleta de garabatos. Ver a Dios y soñar lo inimaginable: la audacia de aquel Rostro atormenta a las noches oscuras y agita las almas tempestuosas. Imaginar y ver: pero tocar a Dios es como un acelerón en el corazón. Porque un Dios que se deja tocar y besar, mimar y cambiar los pañales, abrazar mientras menea los bracitos, no es un Dios estándar: es un Dios de rubor en las mejillas blanqueadas por la espera. Un Dios sorprendente que se ha hecho esperar por mucho tiempo para acrecentar los deseos del hombre. Una doble cuenta atrás. Nuestra cuenta atrás: mientras se aproxima la alegría - aunque sólo sea un pequeño fragmento- el hombre inicia su cuenta atrás. Es el tiempo preñado de miedo y agitación, de ansia y de esperanza, de emociones e improvisaciones. Su cuenta atrás en cambio es: aún un poco y estaré en medio de ellos, aún un día y los conquistaré, aún una Navidad para todos. En toda cuenta atrás hay nostalgia de un espacio, de un tiempo, de una casa: estar exiliado no es estar lejos de casa sino haber perdido la añoranza de tener una casa. La casa de Dios: aquel vientre virginal de Mujer, aquella inexplicable confianza de José, aquel atrevido y valiente sueño de Dios: «Dios se hizo carne y habitó entre nosotros» Se ha hecho hombre y se ha dado un apodo, como las familias de los hombres de aquí abajo: Emmanuel que significa «Dios con nosotros». Pan y luna, pañales y estaciones, gemidos y silencios, encuentros y desencuentros. Cielo y desesperación: hay algo inexplicable en aquella mirada atónita y divina circundada por aquellos dos, agachados sobre la cuna para contemplar aquella carita grande como el puño de un hombre. Para contemplar a Dios, surgido de una anónima historia de amor de periferia. De Nazaret.
Hace olor a rebaño cerca del establo: mientras tanto la historia se mueve. Hay música de gaitas y dulzainas ya cercanas. Es el frenesí de la fiesta alrededor: una estrella eclipsada por su cometa ha traicionado la presencia de la Presencia. Dentro de poco José abrirá la puerta: la cuenta atrás habrá también terminado para ellos, para los de fuera. Quién sabe qué dirán: quizá se lo esperaban diferente, más robusto, más rubio…
Paciencia, quizás es justo que sea así. Que al mundo no lo salvase el aburrido y previsible poder, sino la ingenua fragilidad de un niño. Abren la puerta: sólo luz y silencio. Las palabras tropiezan.