Una historia que resulta imposible no comprender. Aunque sucedida hace casi veinte siglos, conserva una sorprendente actualidad.
Hubo algunos que venían de Judea que daban a entender que habían recibido un encargo preciso, que sin embargo nadie les había confiado. Un encargo para hacer aceptar las propias ideas más bien mezquinas. Un encargo que pretendía imponer como necesarias algunas prácticas de las que el Evangelio no se había jamás ocupado. Debió representar una ingente tarea para aquellos dos embajadores, Pablo de Tarso y Bernabé, el poder contrarrestar aquellas maniobras retorcidas. Pensad que el cristianismo estaba dando los primeros pasos y ya la pequeñísima comunidad cristiana demuestra una enorme capacidad de elegancia y precisión al tratar las cuestiones. Es un momento dramático. Si entre ellos no florece la armonía, si deciden rendirse, la Iglesia no empezará la singladura. Quizás resonó en sus mentes el eco de aquella pregunta inquietante de Jesús: “¿También vosotros queréis marcharos?
Y Pedro, el discípulo canalla de la increíble intuición, fijó los ojos en Jesús y le susurró: ¿Señor, a quién iremos? ¡Sólo Tú tienes palabras de vida eterna!” Señor, tus palabras dan una vida que te llena para siempre, no tenemos que seguir a ninguno más allá de Ti. Los otros discípulos notan el sudor bajar por la frente. Pedro ha interpretado bien el sentir común. Y hoy no se apela a los tribunales competentes, sino que en la ciudad de Antioquía y de Jerusalén se compara, se escucha, se decide entre todos: “se decidió que Pablo y Bernabé y algunos otros entre ellos fuesen a Jerusalén”.
Rembrant: Pedro y Pablo tras el de Jerusalén |
¿Te imaginas a Santiago, obispo de la Iglesia Madre de Jerusalén, iniciando el primer concilio para ayudar al cristianismo a empezar a caminar? ¿Te imaginas la dulzura, la dimensión de autoridad, la preocupación de aquellos primeros enamorados de Cristo que intentan todos que en el camino nadie se pierda? ¿Te imaginas los primeros dimes y diretes, las primeras envidias, los primeros celos entre los apóstoles en las tierras a evangelizar, sobre la diversidad de los carismas, sobre la modalidad con la que enamorar a la gente hablando del Señor Jesús? Sin embargo es importante que den en el blanco.
Iglesia envuelta en los vendajes del Espíritu Santo, acariciada por el soplo de la eternidad, llamada a jugar como titular y protagonista el partido de la historia humana. No tiene que haber miedo en el corazón de Felipe y de sus compañeros de aventura que sobrepasan los confines de Samaria, tierra de infieles, cismáticos y traidores. Aquella mujer de Samaria, conquistada espléndidamente por el Hombre de Nazaret en el brocal de un pozo en un caluroso mediodía todo hebreo, es la esperanza de un futuro rico de siembra por la palabra de su Maestro. ¡Basta dibujar confines, plantar vallas, trazar fronteras!
¡Tendréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá a vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria hasta los confines del orbe! He aquí el poder del Espíritu Santo que la Escritura compara con el viento. Porque el viento evita que el agua se estanque y se pudra. El viento modela la montaña, la roca, el mármol, los rostros. El viento que transporta en su brisa el polen, colabora llevando adelante la vida. El viento bate, eleva las cosas. Al viento no lo puedes agarrar ni modelar. Así es el Espíritu: es misterio, profundo e insondable misterio, que se deja anudar en el manto del silencio. “Si me amáis, observaréis mis mandamientos”. Aquel Maestro tan exigente no pide signos extraordinarios a los discípulos, les suplica elegancia en sus vidas, refinamiento en sus miradas, finura en sus gestos. Sólo así lograrán responder a los desafíos de un mundo que les interroga, les atormenta, los empuja a exponerse, les invita a salir de sus propias iglesias para vivir en los senderos del hombre. Una primera Iglesia de frontera, aquella primitiva.
Conocí a un sacerdote, párroco en el sur de Italia, que fue asesinado cuando se disponía a celebrar la santa misa, porque había osado denunciar la corrupción y las ilegalidades en su tierra. Quien disparó lo hizo en la sacristía para recordarle que una Iglesia que no molesta no tiene nada por lo que preocuparse. Pero se convierte en una Iglesia que no exhala el perfume de aquel fascinante misterio que circunda a su Maestro.
¡Es bien raro tu Evangelio, Señor! Un libro completamente diferente a los otros. Guarda sorpresas brutales. Y cuanto más lo leemos, más intranquilos nos sentimos. Un estudiante que haya profundizado en un determinado tratado, va seguro al examen. En cambio quien conoce el Evangelio, acaba perdiendo las seguridades. Sólo quine lo ignora puede mostrar una cierta seguridad. El estudio de los libros humanos te procura el aprobado. El estudio del Evangelio te regala el suspenso. Como hoy, Señor. Me sentía en paz y descubro que estoy en paz. Pero en la paz de Satanás. Es decir: me he equivocado en todo. Señor, perdóname. ¡Perdona a mi cabeza que no se entera ni entiende nada!
Mn. Francesc M. Espinar Comas