Habacuc: la dificultad de un nombre que encierra un misterio, un proyecto. ¿Quién es ese? Habacuc era un hombre como miles de hombres: un puñado de barro hecho vida por un soplo divino. Nombre un poco raro, un poco extraño: las pocas veces que nos lo encontramos, sonreímos. Un hombre perdido, impotente, en guerra contra el mundo. Además enojado con su Dios. Porque el espectáculo cotidiano era un desastre. Y porque parecía que Dios pasase de su enfado. En aquel tiempo los hombres se encarnecían unos contra otros ferozmente, la injusticia rozaba niveles atroces, robar era lo normal, al débil se lo enterraba en la miseria. Lo creado, espléndido jardín en manos del hombre, parece haberse convertido en un desierto de aullidos solitarios. ¿Y Él? Él deja hacer. Da la sensación de andar distraído, da muestras de una gran indiferencia. Parece un Dios pasota. Y Habacuc se lamenta. Se siente un profeta obligado a gritar palabras que nadie quiere oír. Por eso se encara con Dios, su Dios, que lo ha enviado a la refriega frente al escenario de la historia y parece decirle: Dios, ¿cómo lo hacemos? Yo Habacuc, protesto. Lo miramos estupefactos, con una cierta admiración porque osa señalar a Dios con el dedo, sin bromear. Después descubrimos que Habacuc somos nosotros. Somos nosotros cuando desgranamos la basura del mundo con mirada indignada, incrédula y escandalizada. Parece que no hayan pasado 2700 años desde entonces y descubro que el hombre es siempre el mismo: una vieja antigualla oxidada a la que le cuesta tirar hacia adelante.
Dios y su profeta: un haz de esperanza, de estrategia amorosa, de locura encantadora. Dios escucha el desahogo del hombre. Lo escucha, lo interpreta, lo convierte en su tesoro porque Dios se enamora del hombre cuando es libre. Libre para desahogarse y darle gracias, libre de asombrarse y avergonzarse, de caminar y caer, de creer o blasfemar. Dios espera. Después pide a Habacuc que coja papel y pluma y escriba. No era cierto pues que se desentendía de todo: oía el clamor de los hombres. Y entonces Dios habla de un plazo, de una fecha tope. Sí, porque este escenario teatral que llamamos vida, un día bajará el telón. El director revisará las escenas, se emitirá un veredicto. No sabemos el cuándo: basta saber que sucederá. Y Dios da su palabra como garantía. Dios se pone en movimiento para que el hombre haga lo mismo.
Un dato como prenda que te hace interpretar la historia de manera insospechada: Si tuvieras fe como un grano de mostaza, dirías a esta morera… Que es como decir que la realidad es aquello que es tu fe. Si crees que la realidad no puede cambiar, es porque no tienes fe. Descubrimiento amargo: si tienes fe, todo puede cambiar, todo está por hacer. También cambiarte a ti mismo. Si la morera o la montaña están ahí es porque las estás contemplando sentado con batín y pantuflas, somníferos y mando a distancia, diuréticos y adelgazantes. Están ahí porque protestamos pero no las cambiamos. Jugamos con palabras pero están vacías, son inocuas, les hemos secuestrado la fuerza y la ternura. Nos sentimos gigantes pero la historia de los hombres nos retrata como enanos.
Es la misma exhortación que San Pablo hace a Timoteo recordándole que Dios nos ha dado un espíritu de guerreros, de aventureros. Le recuerda que hemos sido creados para lanzarnos a la aventura del mundo. Ensuciarse las manos es mandato directo de Dios: sin ninguna dispensa. Porque la morera hay que desarraigarla, desenmascarar al mal, tenemos que hacer que el mundo resurja cada día. No basta conservar o custodiar, hay que construir, elevar, ensalzar. Hay que trastornar el mundo. ¡Cosa de locos! -dirán muchos-. Pero esperamos milagros del Señor. Yo soy un goloso de los milagros de Dios. Los colecciono como sellos o cromos. Pero me olvido de que Jesús el Señor los llevaba a cabo cuando encontraba fe. Yo en cambio espero los milagros para tener fe. ¡Y pensar que todo el Evangelio es una demostración de la debilidad de Dios frente a la fe! Pero yo niego al Señor esa alegría. Porque no tengo fe. En resumidas cuentas: ha bastado encontrar una enojosa morera en el camino para recibir un penoso suspenso. El enésimo.
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