Como la más cabezona entre los clientes, con la fuerza testaruda y atávica que es propia de quien nace mujer. Una historia de ordinaria administración injusta de la cosa más justa que debiera haber, el debido ejercicio de la justicia: dar a cada cual lo que le corresponde. Ella necesita, él no la necesita. Quizás ya en aquel tiempo existía acepción entre clientes que se pueden permitir un abogado y clientes que no, cuyo nombre acaba inexorablemente por pudrirse entre las carpetas amontonadas en los tribunales de los hombres. Y sin embargo ella no cede: la fuerza de quien se siente con el agua al cuello es de proporciones inauditas, la insistencia motivada del pobre, es algo insoportable a los ojos del rico: Hazme justicia contra mi adversario es el grito que la mujer repite como si de una letanía salvífica se tratase. Ella no suelta la presa: está pidiendo sencillamente lo que le corresponde, ni una pizca más. Él vacila y ella da la estocada, convencida de una operación que en la Escritura es causa de la verdadera salvación: la criatura no obtiene nunca lo que pide, pero arranca a Dios solamente aquello en lo que cree. Esta vez la estocada es decisiva: Aunque no temo a Dios (…) le haré justicia para que no venga continuamente a inoportunarme.
La ganadora será la mujer, no la fémina en carne y hueso, sino la femineidad de su fe: que desmonta los incumplimientos del juez, que sobrepasa la molestia de los tribunales, que no se detiene ante el avance de la injusticia. Ella está convencida de lo que cree: y en resumidas cuentas es lo que le basta. Y que le anticipa el derecho de poder importunar a quien piensa que domina las riendas de la justicia. El Evangelio nos pone ante la parábola de la mujer testaruda para inculcarnos que es preciso orar siempre sin desfallecer. ¿Os pensáis acaso que Dios va a comportarse con vosotros con la indiferencia del juez de la parábola? En absoluto, porque si nuestras oraciones están encaminadas al bien, Dios está de nuestra parte. Basta que seamos tan insistentes en la oración como la viuda.
Cuentan que un día, el beato Federico Ozanam, el fundador de las Conferencias de San Vicente de Paul, entró en una iglesia y después de un rato allí, adivinó entre penumbras la silueta de una persona encorvada entre los viejos bancos. Lo conocía: era el gran físico y matemático André –Marie Ampère. Al salir de la iglesia lo esperó y le preguntó si era posible ser un genio tan grande como él y rezar aún. Y él, que había viajado hasta los límites del electromagnetismo y la electrodinámica, que había sobrepasado los lindes de lo inexplorable, que era venerado en las aulas universitarias, le replicó con una respuesta a la altura de su gran genialidad: Yo soy grande únicamente cuando rezo.
La fe como una cuestión de manos tendidas y sostenidas dirigidas hacia el cielo. Dios no rehúye sus responsabilidades, pero al hombre le es exigida la humildad de la invocación. Reteniendo el eco de una frase: Sin Mí, nada podéis hacer. (Jn. 15,5). Como recordatorio para no olvidar.
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