Desde la hechizante mirada. Porque el cristianismo es ante todo un encuentro, el encuentro con Cristo resucitado en la mañana de Pascua. Todo el Evangelio nos lleva de la mano y nos lleva a la alegría de la Resurrección, pero no la describe. Es algo parecido a oír cómo se deja caer un zapato en el piso de arriba y se espera que caiga el otro también y nunca cae.
El evangelio de Marcos termina con el silencio de las mujeres "ellas sin embargo, abandonaron la tumba huyendo, presas del miedo y del asombro". Dejar caer el otro zapato es la misión dejada en el umbral de la puerta de la casa de todos los cristianos: porque ciertos encuentros cambian la vida, ya nada resulta como antes. Lo advirtieron aquel puñado de personas que acamparon alrededor de la figura hierática del Bautista: una voz que empujaba y animaba, iluminaba y hechizaba, embrujaba y conquistaba. Se lo habían preguntado en varias ocasiones: "¿Qué debemos hacer?". Primero la multitud, después los recaudadores de impuestos, incluso un grupo de soldados: todos retorciéndose en busca de una respuesta a la misma pregunta.
Porque - aunque el convencimiento nació a la sombra de una tumba vacía - ya en esos primeros pasos del amigo de Jesús, se dibujaba la firme convicción de que la Iglesia no tendría nada que decir acerca de cómo comportarse hasta que aquellos que habrían escuchado no hubiesen disfrutado de una visión de la voluntad de Dios en sus vidas. Y eso siempre: tanto ayer como mañana y sobre todo hoy. Ellos estaban buscando la felicidad, aquella música del corazón de la que la voz de Juan parecía saber la partitura. Y Juan, de hecho, les explicó lo que se debe hacer: proporcionar una túnica y un pedazo de pan, no prestar como los usureros o ser como buitres, no extorsionar a la gente ni aprovecharse de ellos. Aquel día se quedaron atónitos: lo que el predicador afirmaba poco se parecía a un ingrediente de la felicidad. Tal vez imaginaban algún tipo de acrobacias del corazón, buscaban algún asombroso golpe de escena, deseaban gestos heroicos. Nada de todo eso: únicamente lo poquito de cada día llevado a cabo con alegría.
Enséñame a buscarte y muéstrate a los que te buscan, porque no puedo ni buscarte si no me enseñas, ni encontrarte si tú no te muestras. Que yo te busque deseándote y te desee buscándote. Que te busque amándote y te ame encontrándote. Reconozco, Señor, y te doy las gracias, que has creado en mí esta imagen tuya, para que acordándome de Ti, yo piense en Ti y te ame. Pero ésta se encuentra tan consumida por el desgaste de los vicios, tan oscurecida por el humo de los pecados, que no puede hacer aquello para lo que fue creada, si Tú no la renuevas y la reformas. No pretendo, Señor, penetrar tu altura, porque de ninguna manera la comparo con mi entendimiento, pero quiero entender de algún modo tu verdad, que mi corazón cree y ama. De hecho, yo no busco comprender para creer sino que creo con el fin de entender. Porque también creo esto: que si no creo no comprenderé.
Lo confundieron con el tan esperado Mesías, tal era la fuerza de su presencia. A él eso no se le subió a la cabeza, sólo permaneció en la tierra, sin el menor atisbo de melancolía: "viene uno que es más que yo”. Un día, ovacionado por la multitud, lo señalará con el dedo: "He aquí el Cordero de Dios. Seguidlo". Pondrá fin a su carrera del mismo modo como la había empezado: amando las cosas habituales y viviendo como protagonista los momentos que le fueron concedidos. El baile sensual de una adolescente le costó la cabeza, pero su voz nunca cambió de aspecto, ya que era la voz de la Alegría que viene. Una frescura, la cristiana, que durante siglos han recubierto muchos con el manto de una leyenda vacía y aburrida. ¡Increíble cómo se las arreglaron para hacer eso!
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