Siempre me ha fascinado, en mi imaginación, el encuentro entre estas dos mujeres judías, una muy joven, la otra más avanzada en años, unidas por el parentesco, por el embarazo y por el extraordinario modo en que todo sucedió. El evangelio es a la vez rico en su descripción, pero parco en detalles, ya que dedica a este encuentro varios versículos (que quedaron en el recuerdo de todos los creyentes a través de los siglos, muy especialmente el cántico de María), sobrevolando sobre los tres meses pasados en que Isabel estuvo en compañía de María, en especial en el momento del nacimiento de Juan, al que suponemos que asistió María.
¿Qué debieron decirse María e Isabel (además del "Magnificat" y un trocito del "Ave María") durante esos momentos que pasaron juntas? ¿Cómo comentaron entre sí lo que estaba ocurriendo "dentro" -no hay adjetivo más apropiado- de su historia personal? ¿Qué debieron decir acerca de ese Dios que se manifestaba a ellas y a sus maridos de manera tan especial? Por cierto, según los Evangelios, de esos cuatro personajes, Isabel es la única que no recibe ninguna revelación divina sobre su maternidad; y sin embargo es la que más experimenta sobre sí misma la grandeza del poder de Dios, ya que es "vieja" y "estéril". Ella es la más tocada por el milagro, la más besada por la misericordia de Dios, y a pesar de que Dios no se lo haya revelado desde arriba, ni en sueños como a José ni en visión como a Zacarías, es “colmada por el Espíritu Santo” igual que María.
Quizás es todo esto lo que la hace más cercana a nosotros: parte de aquella humanidad que sin aspavientos ni revelaciones de lo alto, sigue creyendo persistentemente, esperando contra toda esperanza, confiando sólo en la misericordia de Dios. Y esto, a pesar de todo. No deseo afirmar con esto nada en detrimento de la grandeza de la Madre de Dios o de las figuras de los justos José y Zacarías, pero Isabel tiene algo especial que hace que sea mucho más similar a nosotros. Es quizás lo ordinario de su vida cotidiana, de su existencia y de su manera de vivir la fe. Me enamora el ocultamiento que hace de su persona desde el momento en que descubre que está embarazada (según san Lucas, permaneció oculta cinco meses), su sentirse poca cosa o nada en comparación de su prima María, más joven. Esa actitud la transmitirá a su hijo Juan, que actuará de la misma manera en relación con el Mesías. Me gusta su testarudez e insistencia en permanecer fiel a las promesas de Dios en el momento en el que junto a su marido enmudecido porque es demasiado presuntuoso y desconfiado, deberá imponer el nombre al propio hijo contra el parecer de la tradición y la ley.
Es una mujer fuerte, valiente, tenaz, como tantas otras ensalzadas en la Sagrada Escritura, pero también silenciosa como tantas otras presentes en la historia de la humanidad, en todas partes y en todo momento, que sin hacer ruido a su alrededor han escrito páginas de vida vivida y de fe profesada. Ante ellas nos sentimos bien poca cosa. Entre éstas ponemos en la lista a muchas de nuestras madres y abuelas, mujeres que han experimentado el sufrimiento y el dolor en su propia carne, que siempre han contestado sí incluso cuando todo en torno a ellas decía no. ". Isabel es nuestra madre y nuestra hermana. Madre de aquella humanidad humilde pero amada y exaltada de tal modo por Dios, hasta el punto de considerarla el vértice más alto de la Creación (entre los nacidos de mujer no ha surgido uno mayor que Juan Bautista) y justo a causa de su humildad.
Si nos fijamos en el camino realizado en este tiempo de Adviento tan corto, entendemos cómo no se podría encontrar una conclusión más apropiada que la escena del encuentro con la figura de Isabel. En una humanidad devastada y trastornada por lo que repetidamente vemos suceder en el mundo en el que vivimos (la dramática noticia de las matanzas de inocentes que oímos estos días parece ponernos ante las terroríficas imágenes de la Liturgia de la Palabra del primer domingo), el Espíritu de Dios impregna la vida, no de los poderosos de la historia o de los famosos de turno, sino de los humildes y sencillos que saben fiarse de Dios y que son capaces de hacer resonar la Palabra de Dios incluso en medio del desierto cotidiano (2º domingo). Es de esta humanidad, que conoce la realidad de la vida de cada día, que Dios se sirve. Y a pesar de que las apariencias que muestra no son ciertamente de vitalidad y de vigor, Dios se sirve de ella para revelar su mensaje de salvación. Y se sirve de ella. De esa mujer probada por el peso de los años, y aún más por la incapacidad de crear vida, Dios sabe sacar el germen de una nueva humanidad.
Por lo tanto, lo que importa en la vida no son las apariencias sino el ser; lo que importa, delante de Dios, no es la imagen que damos de nosotros mismos en el mundo, tal vez camuflada tras del mito de la eterna juventud o una eficiencia total y absoluta. Cuenta la confianza incondicional en Él, para el que nada es imposible.
Ciertamente Isabel también es imagen de una Iglesia de antigua tradición, curvada por el peso de los años y las propias fatigas, aparentemente incapaz de regenerarse y que mira con esperanza a las jóvenes Iglesias llenas de vitalidad, quizás de África o de América. Pero no nos decepcionemos o desanimemos cada vez que tengamos la impresión de que nuestras iglesias se vacían, que nuestras comunidades envejecen, que nuestras actividades dan poco fruto: de Belén, la más pequeña de las ciudades de Judá, saldrá Aquel que será el dominador de Israel. Y cuando veamos los trazos de su semblante en el pesebre de Belén, el asombro y la maravilla invadirán aún más nuestros corazones
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