¡Para partirse el pecho de risa! Un día uno va a misa y escucha pronunciar al sacerdote, en medio de la lectura del evangelio, el nombre de Donald Trump, Theresa May, António Guterres y de Wladimir Putin, oye hablar de Bashar al-Ásad, de los imperios de Amancio Ortega, de Bill Gates y Mark Zücherberg. Y con la intención de señalarte el año preciso en el que tiene lugar un cambio de época, el predicador te advierte que en aquel momento eran presidentes de gobierno Pedro Sánchez, Emmanuel Macron y Giuseppe Conte. En verdad los fieles quizás podrían participar también precisando que en este periodo la máxima autoridad religiosa era el Papa Francisco y –por respeto a la pluralidad religiosa- añadirían el nombre de los líderes representantes de las varias religiones. Y a ti te parece que te has equivocado de iglesia o que el cura en cuestión tiene demasiada fantasía. Sin embargo al final oyes la firma: ¡Palabra del Señor!
¿Pero qué tienen que ver hoy en día Tiberio César, Poncio Pilato, Herodes, Filipo y Lisanias? ¡Tienen que ver y mucho! El evangelista se ve obligado a hacer una lista de sacerdotes, gobernadores, tetrarcas y toda la pesca para que dejes de pensar que el cristianismo es algo abstracto. Lo hace para acabar de convencerte de que la Palabra de Dios desciende sobre un hombre que vive con valentía en la historia y en el lugar donde reside. Y si no te bastase con eso, en pocos días Dios mismo se convertirá en Historia. Hombre: carne, pasos, sudor, miedo, comida, caricias, gritos, panes multiplicados, aroma de pescado a la brasa… A partir de ese momento todo ámbito de la creación y de la divina providencia se convierte en divino. Negar eso es impío, porque niega el poder de Dios sobre el mundo. Dios, desde la Encarnación, no está reducido a la esfera de lo estrictamente religioso.
Pero ¿quién fue el primero entre los hombres que se encontró con Jesús y se dio cuenta? Un hombre de destino incierto, un profeta tardío, un personaje que parece equivocado, colocado como engarce y bisagra entre los dos Testamentos. Un personaje que parece haber nacido sin mucho sentido. La vieja Isabel -parienta demasiado cercana de aquella joven de Nazaret como para no verse involucrada en una historia con componentes misteriosos- en el crepúsculo de su vida regala luz, respiro y pasos a un hijo sobrio, austero y huesudo que se viste con piel de cabra, alimenta el cuerpo con insectos del desierto y de hierba, absteniéndose siempre de bebidas embriagadoras. Si lo observas entre sus coetáneos, aparece como el desgraciado de la peña: ha llegado demasiado tarde para hacer carrera como profeta; pero al mismo tiempo ha llegado demasiado pronto para hacer carrera entre los apóstoles. Vida equivocada, en una palabra.
Vida inesperada e impredecible porque los caminos del Señor que él querrá allanar no acabarán de estar nivelados: su cabeza caerá en la bandeja, oscura y macabra, como siempre ha vivido. Sin embargo no para: nunca aceptaría vender su propia personalidad por un plato de lentejas. Y tú entiendes que para comportarse de esa manera en el mundo real, se requiere estómago. Poca broma. “Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos”: palabras desfasadas también para nuestros días, y que si te paras a pensarlas te hacen morir de risa. Estoy convencido de que falta poco para que nuestras ciudades se conviertan en un absurdo navío que puede perder los anclajes en cualquier momento. En estos días, hombres y mujeres se transforman en hormigas que arrastran hasta su agujero tantas cosas como son capaces de llevar. Y en el atardecer de la Nochebuena se harán emparedar vivas, enmasillando cualquier grieta para que no se les escape la felicidad por cualquier rendija.
¿Comprendes por qué Juan, el hombre del agua y del trueno, no podía tener una vida fácil? No sueña con el taburete de Tiberio César, el sillón de Herodes, el público y la jofaina de agua de Pilato: sueña con ser siervo del Señor, no de los hombres y sus ensoñaciones. Y en este mundo de esclavos, ser siervos del Señor es la única manera de ser verdaderamente libres. Si el hombre no comprende que hay un único Dios ante el cual inclinar la cabeza y doblar la rodilla, cambiarán los nombres, los rostros, las fisonomías: pero seguirán siendo siempre esclavos de amos.
El rostro de Tiberio César, el poder de Poncio Pilato, la historia de Herodes, Filipo y Lisanias no son citados por casualidad en un Evangelio normalmente parco de trazos históricos. Hay un mundo que espera. El alumno espera la nota; el paciente, el buen fin de la analítica; la madre, al hijo que vuelve de la escuela; el niño, el agua caliente del baño; el enamorado, el beso de la amada; el árbol, el arribo de las estaciones; el mar a los ríos, el fuego al oxígeno, el hambriento al camarero, el estómago al alimento, la mujer al marido. En la Escritura hay espera: para entrar en la Tierra Prometida, para recibir el perdón después de una infidelidad, para una victoria, para un grito desesperado. Todo vive de esperas: el mundo, la política, el deporte. La vida, en la práctica, es una enorme, confusa, desorganizada, peligrosa, esplendida y ruidosísima sala de espera. Y el hombre, para acortar la espera, pone una fecha límite. Esperando nos dormimos: también resulta hermoso pensar que siempre ha sido así. Pero ¿qué pasa cuando la espera se convierte en historia? Cuando te ves obligado a mirar al hombre en su desnudez, sumergirte en el hondón del alma, bucear en tu historia personal, rememorar nuestro “ser niños”. Cuando lo que esperas se te coloca delante. Cuando el Esperado se convierte en hombre. Cuando intuyes que Dios no es una broma de Papá Noel.
Si en el evangelio hubiese señales de tráfico, hoy encontrarías dos paneles en medio de tu ruta: "Atención, calzada con perfil irregular” y “Pavimento deslizante” Y es que si lo subestimas demasiado, aquel Niño se convierte en un terrible imprevisto. Pregúntaselo si no a Herodes, el Tetrarca de Galilea.
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