domingo, 22 de mayo de 2016

Glosa dominical


Reflexión a modo de notas hacia dónde nos orienta la liturgia dominical
EL PÁRROCO CANSÓ Y ABURRIÓ HASTA A MI ABUELA
Cuando yo era niño, el párroco contaba siempre la misma historia. Relataba que mientras caminaba por la playa, reflexionando sobre el misterio de la Santísima Trinidad, San Agustín, el gran sabio obispo africano, se encontró con un niño que recogía el agua del mar con una concha y la depositaba en un agujero excavado en la arena. “¿Qué estás haciendo? -le preguntó el docto obispo. “Quiero vaciar el mar llenando este agujero” -le respondió el niño. “¿Cómo puedes meter todo este mar tan grande en este pequeño agujero? -observó San Agustín. El niño replicó: “¿Y tú cómo puedes creer que tu pequeña cabeza logre contener la infinita sabiduría de Dios?” Recuerdo que mi abuela, que seguramente había oído aquel relato unas ochenta veces, volviendo de misa primera, un domingo dijo en casa: ¡No sé cómo aún no se ha cansado de jugar con la tierra aquel bendito niño! Creo que ha llegado la hora de que aprenda a labrar la tierra más que a hacer agujeros (no decía arena, era concreta, decía tierra). Mi abuela era demasiado buena mujer para llegar a admitir que el párroco, con la complicidad de San Agustín, había acabado por agotarla con aquella historieta del niño que excavaba. Se olvidaba de los otros ejemplos que el sacerdote usaba para hablar de la Trinidad: el trébol, el triángulo, la aritmética, la geometría: era claro que la dejaban indiferente. Estaba más tranquila y segura cuando cogiendo hilo y aguja para zurcir calcetines exclamaba:“Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto” en un latín más o menos macarrónico.
Ved, mi abuela había comprendido una cosa excepcional, aunque no había ido al colegio. Había comprendido que era un ejercicio de soberbia el tratar de buscar meterte en la cabeza a la Santísima Trinidad. Porque para ella era como afirmar el ser capaz de explicar el misterio de Cristo. Mi abuela prefería arrodillarse y rezar. La recuerdo absorta, ausente, rodeada de aquella belleza propia de quien desflora el Misterio. Es impresionante: en la oración la pequeñez contiene lo Infinito, la vejez guarda el Misterio, en la nada se esconde el Todo. No tenía grandes capacidades intelectuales pero había intuido que la curiosidad no sacia en el encuentro con Cristo. Guiar es acompañar a una persona a descubrir paso a paso, a través de un camino surcado de maravillas, de estupor, de sorpresa. Un camino que más acerca  y más te hace sentir tu insignificancia. Un camino en el que el Espíritu Santo necesita alumnos acostumbrados a estar de rodillas ante Cristo Jesús.
Resulta imposible no conmoverse ante el relato del libro de los Proverbios en el que contemplamos a este Dios en su intento de diseñar a la perfección y con delicadez su obra maestra. Un Dios entretenido en fijar los cielos, calculando lo ancho y lo alto; que traza un círculo en los abismos; que recoge con sus manos las nubes impetuosas y las condensa; un Dios que como un fotógrafo obsesionado fija los manantiales, traza con su mirada los límites de los mares. Un Dios que como arquitecto proyecta y dispone los cimientos de la tierra. Y la sabiduría, igual que una mujer enamorada de su Tesoro, era su delicia y saltaba ante Él en todo momento.
Casa natal de Don Bosco en Castelnuovo
Mientras en España en el segundo tercio del siglo XIX,  con el inicio de  las guerras carlistas empieza una lucha fratricida que devastará el país, mientras en Francia se gesta una revolución burguesa que instaurará una monarquía constitucional suplantando a los Borbones por los Orleans y mientras en Inglaterra se construyen las primeras líneas de ferrocarril que unirán las grandes ciudades industriales, Juan Bosco ordeñaba vacas en un pequeño caserío de las tierras del Monferrato, en el Piamonte. Pero había empezado a hablar con Dios. Comenzó a rezar. Es decir, empezó a ser el vértice de sí mismo. Aún más: empezó a convertirse en sabio. Es una cosa formidable pensar que cuando rezas, prestas tu voz al mundo. Las cosas no entienden nada, pero tú puedes hacerlas cantar, rezar, resplandecer. Tú puedes ser el cantor enamorado del universo. ¡Y esto es gigantesco! Te arrodillas y sientes en tu piel que todo habla de Él. Los atardeceres entre estrellas, el agua, la tierra, las cascadas, las tormentas y el juego de los niños. Los ojos y las manos, los lloros y los amores, la armonía y la dulzura.
Mi abuela no me explicó nunca el misterio de la Trinidad. Te digo más: quizás no supo nunca qué era la Trinidad en Teología. Era ignorante al lado de mis profesores en el Seminario, pero poseía una sabiduría que nadie más me ha trasmitido. Un día le pregunté: Abuela, ¿qué son estas tres personas que se convierten en una? Me hizo un signo como diciéndome que me olvidara de eso y me dijo: Tú piensa como cuando me abrazas. Más o menos así. Un abrazo: los brazos de Dios que acogen a quien se fía de Él. ¡Increíble! Esta es la fe sencilla a la que aspiro siempre, la fe que me emociona, que me hace llorar, que me hace sentir pequeño o gigante, que sosiega mi nerviosismo, que me serena el alma, que alimenta mi ternura. Aprovechémonos de ese abrazo que nos derrite  y nos recompone al mismo tiempo. Necesitamos rezar porque necesitamos derretirnos, curarnos del cuello estirado, ser capaces de gestos tiernos. Sin la oración nos volvemos áridos, con rostros apagados, inmóviles, momificados. Con ella nos volvemos ligeros, desenvueltos, sueltos, comunicativos. Si pienso que mi abuela con aguja e hilo y un huevo de madera hablaba con Dios mientras zurcía mis calcetines, me avergüenzo. Pero me conmuevo porque aún la siento cercana invitándome a rezar para sosegarme y abandonarme a Él.
Yo me enfado y Él me dice: Perdona. Yo tengo miedo y Él me dice: Ánimo. Tengo dudas y me dice: Confía. Estoy nervioso y me dice: Tranquilízate. Yo quiero estar cómodo y Él me dice: Sígueme. Y hago proyectos y Él me dice: Bórralos. Yo quiero seguridades y Él me dice: Déjalo en mis manos. Quiero revancha y Él me dice: Mañana, hoy no. Pienso en la venganza y Él me dice: No te servirá de nada. Yo quiero ser grande y Él me dice: Vuélvete un niño. Yo quiero esconderme y Él me dice: ¿Dónde estás?
Todo lo que hago me parece fuera de lugar. No entiendo a Jesucristo. Quisiera buscarme un Maestro menos exigente. Pero no conozco a ninguno que como Él tenga palabras de vida eterna. 
Fr. Tomás M. Sanguinetti

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