domingo, 29 de octubre de 2023

Quieren cerrarle la boca: Él les sorprende

 


Lo sabían. Está claro que lo sabían. Porque desde que eran pequeños habían oído decir que el sábado era sagrado -el tercero de los diez, que habla de santificar las fiestas- el mayor de los mandamientos. Tan grande que incluso Dios lo observó. Lo sabían, pero, sin embargo, de nuevo, le quieren tender una trampa: una de las argucias de las que eran artesanos inigualables en las tiendas de su religión. Quizás esta vez aún son más insistentes porque han oído que el Hombre de Nazaret había cerrado la boca a los saduceos. Y no se puede consentir que su palabra no sea la última palabra, sobre todo. Sobre Dios mismo, sobre todo. Previsibles, mezquinos y cretinos frente al Hombre: “Maestro, ¿en la Ley cuál es el mayor de los mandamientos?” Le querían poner entre la espada y la pared: la ley antigua contenía 613 preceptos, todo estaba regulado por el legalismo. Intercambiaban su idea de Dios por el Dios de los cielos. Pero también ahora Dios. 
 
Dios permanece como el Dios de las sorpresas, el Dios de lo inaudito, el Dios también espiado en su vertiginosa belleza. El Dios cuya capacidad de síntesis es desde aquel día inigualable y para algunos embarazosa: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Punto y aparte: de aquí nace toda la Ley y los Profetas. La inmensidad, la vastedad, quizás también la justicia estricta y constreñida al amor por Dios. Un amor en tiempo futuro -amarás- el tiempo de lo que será y de lo que podrá ser, el tiempo de lo deseable, el tiempo de los cambios y las posibilidades, el tiempo incluso de la obligación, la ocasión de nuevos puntos de partida y de las confianzas. El tiempo justo para un amor justo: un amor siempre para el futuro, el de Dios, la proyección de lo que no será nunca totalmente alcanzable, la victoria de lo inimaginable sobre lo imaginable. En tiempo futuro y al extremo de las fuerzas: con todo tu corazón, alma y mente. Un Dios para buscar con toda la fuerza del deseo hasta el aturdimiento de los sentidos. En el Evangelio el cielo no se regatea. Existe la sospecha de que lo poco no baste para acariciarlo. Que lo demasiado no baste para poseerlo. Que el todo sea la justa medida para dejarse poseer por el Cielo. Y presionados, darnos cuenta de poseernos a nosotros mismos: el único poder admitido en los Evangelios es aquel de quien ya se posee a sí mismo.


Él y el otro: “Amarás al prójimo como a ti mismo” Siempre en compañía, nunca solos: la Trinidad misma es compañía porque estar solos multiplica el miedo. He aquí al otro: el cercano, el forastero, el marginado. El desperdicio. También a estos “amarás”: tiempo en futuro, ilimitadamente, sin exclusiones. Lo amarás para tener en herencia la posibilidad graciosa de observarlo con los mismos ojos de Dios: quizás extractos nuevos sobre cómo amar lo extraño de nosotros mismos, al próximo para más colmo: como a ti mismo. Pocos adverbios pesan como este último dentro de la balanza del Evangelio. Como a ti mismo: ni más ni menos. Es decir, en igual medida. Desde el momento que en los Evangelios nunca es posible amar a los otros despreciándose a sí mismo, ya no es posible amar a Dios despreciando al hombre: no será posible amar a Dios esquivándose a sí mismo y golpeando al hombre. Un adverbio que es una trampa. De hecho, para poder cambiar al mundo, el punto de partida es siempre el mismo: el hombre. No solo, sino en compañía de Dios. Es decir, con los hombres. 

No hay comentarios: