Somos mendigos de alegría. Todos, creyentes y no creyentes, somos mendigos de alegría porque experimentamos el no tener suficientes razones para sentirnos realizados de verdad, totalmente satisfechos. Es cierto que vivimos momentos intensos, hermosos, memorables, sencillas y verdaderas alegrías que, gracias a Dios, hacen que el corazón y la vida se sientan henchidos. Pero no suficientemente como para llevar a plenitud todo el deseo de absoluto que llevamos pegado al corazón. Nuestro mundo, ingenuo y maligno a la vez, nos hace creer que para obtener la felicidad, con poco basta: basta poseer, demostrar, hacerse ver… Quien cree esta mentira se encuentra con un puñado de moscas en la mano, ebrio y fuera de sí mismo.
¿Es posible vivir la totalidad del amor? ¿La plenitud de la felicidad? En el evangelio de San Mateo de este domingo, se inicia el largo Sermón de la Montaña, y como un nuevo Moisés, Jesús el Señor sube a la montaña, no al Sinaí sino a las colinas del lago de Tiberíades, para entregarnos la nueva Ley, no esculpida en tablas de piedra sino en el corazón de los discípulos.
Jesucristo se dirige a aquellos que en la vida no se encuentran en el lado de los vencedores, sino en el lado de aquellos que cada día vuelven a casa con una carga de amargura y de desilusión porque un día más alguien se ha aprovechado de ellos. A estos, Él les anuncia que son dichosos en su condición de pobres, de afligidos, de hambrientos y sedientos de justicia. Parece como si Jesús quisiera ensalzar la condición del pobre y perseguido, del perdedor y del derrotado, porque en esta condición ve las premisas para una felicidad y una dicha imposible de encontrar en la riqueza y el poder de muchos que se mofan de los pequeños.
Jesús tiene una gran certeza y nos invita a hacer de ella el fundamento de toda nuestra vida: Dios privilegia un corazón pobre y un corazón quebrantado porque un corazón sacio de autocomplacencia no tiene necesidad de nada, y mucho menos de Dios. La pobreza y la aflicción no son valores en sí mismos y no hay que buscarlos jamás; pero son una condición indispensable para acoger la intervención de Dios que colma el corazón humilde. Quien es pobre, herido y perseguido, pero ha encontrado a Dios en su vida, es bienaventurado.
Es Dios que goza de la plenitud de la bienaventuranza. Él, que es el Amor y la Comunión, se complace en donar su dicha a aquellos que le entregan el deseo de ser felices, dichosos y bienaventurados porque renuncian a recorrer el camino a la conquista de la felicidad: ya que la felicidad conquistada no existe. Si quieres ser bienaventurado y dichoso, no puedes hacer otra cosa que abrir tus manos y esperar que Aquel que la posee, te haga el don de la bienaventuranza.
Quizás no os he convencido con estas palabras y os pido perdón. Si es así, volved a vuestros asuntos, hojead la lista de las tragedias que hoy explican los periódicos, el último escándalo del político de turno y divertíos con la última pasarela de moda que os indica qué se llevará esta temporada o el reality-show de más audiencia. Ya sabéis que Jesús es un bromista, que muchos lo consideran un soñador empedernido. Pero ¿y si esta vez, aunque sea sólo una, Jesús tuviera razón?
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