En este domingo vendrían ganas de gritar en la entrada de la iglesia: ¡Cuidado con los sacerdotes!”. Y en verdad hay que estar atentos a ellos: no es una broma. Porque nunca como en este domingo los sacerdotes que nos debatiremos entre la forma larga o la breve del evangelio de la Pasión, escogeremos la breve. ¡Hay tanta gente en el templo! ¡Y hay tanta prisa por llegar a casa con las palmas, los ramos de olivo y laurel para colgarlos en los balcones! Quizás muchas familias tendrán invitados a comer: sus ahijados, sus hijos o nietos… Y después de todo, se empieza la Semana Santa con una misa muy larga. ¿Quién llegará al domingo de Pascua? Atentos, porque nunca como hoy viviremos en la iglesia -al módico precio de tres cuartos de hora- el más terrible de los espejismos con máscara de cristianismo: que la Pasión sea en forma breve. Cuando en cambio la vida de aquí abajo nos cuenta que toda pasión -física o espiritual- siempre es en forma larga. Como complemento de tiempo continuado que llena una entera frase del cuaderno de la vida
Se inicia todo con un borriquillo como amigo: la única criatura dispuesta a acercarle hacia una meta peligrosa. Y sin embargo, amigos tenía más de uno, a cual más difícil entre los que escoger: escritores y pescadores, pecadoras y seductoras, cobradores de impuestos y comerciantes, gente de pueblo y doctores de la ley. Pero a las puertas de Jerusalén está sólo Él aventurándose entre la muchedumbre. Un borriquillo hijo de burra. Intrigante y conmovedor hoy el relato de la Pasión dictado por los evangelistas. Intrigante porque habla de un Dios humanísimo que tiene miedo, tiembla, suda, sufre, grita, llora. Un Dios que parece un niño preso de la soledad. Y conmovedor porque aquella pasión es el preestreno de una historia de pasiones que llega hasta la vida de la gente que pobre y herida, y que está tan decepcionada que ni se da cuenta de tener a su lado un Dios igualmente herido compartiendo el miedo a la muerte. “Empezó a sentir miedo y angustia” (Mc. 14,33) Inesperado este fotograma del Maestro de Nazaret: también Él invadido por el terror, la consternación y la amargura de la soledad. Como yo, como tú, como tantos rostros en esta tierra de hombres que mendigan afecto.
Un borrico hacia Jerusalén, un gallo en el patio después del proceso. Menos mal que queda la compasión de los animales: entre el rebuzno del asno y el canto del gallo vive el extraño heroísmo de la humanidad: hoy aplauden festejando y animan alegres para después esconderse el próximo viernes con vileza y traiciones con puntualidad hasta enviar a morir fuera de las murallas de la ciudad a la Belleza de la Historia. Y la soledad escondida entre los pliegues de la liturgia que hoy interpela a quien cree de veras que el evangelio tiene fuerza para hablar en todos los instantes de la historia. No la soledad que Jesús a menudo busca para recargar su espíritu y alejarse de la multitud que lo malinterpretaba, sino la soledad causada por Pedro, Santiago, Andrés y toda la compañía, mientras la Cruz estaba lejos de todos los amigos, héroes e indómitos soñadores. Al tomar forma el Calvario hay quien duerme como Simón, hay quien huye poniendo pies en polvorosa, hay quien afirma no haberlo jamás conocido. Y quien lo besa sabiendo que aquel beso esconde la cobardía de una traición. Al Maestro -después de mil días pasados en su compañía y treinta años apartado en el silencio de Nazaret- le queda la última invitación: “Levantaos, vamos”. Y ellos se levantan pero para escapar. Sin embargo no machaquemos a los apóstoles: son nuestros precursores. La única diferencia es que ellos a Cristo lo tenían delante. Pero en el corazón compartían nuestra locura de traicionar al amigo cuando éste pide fidelidad. Ellos lo han hecho en Getsemaní, nosotros lo repetimos cuando nos avergonzamos de santiguarnos en la mesa, en la resignación ante el abandono de la fe, en la incapacidad de testimoniar el Amor de la Iglesia, en la política, en la escuela, en el deporte, en la vida de cada día. Mientras quedamos bien al contar alguna historieta a los niños de catequesis, tatuándonos el crucifijo en el escote, colgándolo en las paredes de casa, es aceptable. Pero cuando pide perseverancia, valentía, conversión, entonces es mejor huir, afirmar no conocerlo, renegar el ser gente amada por Él.
Hasta hace poco el Viernes Santo no se podía arar, ni ir al huerto, ni podar árboles porque hasta la tierra sufría por aquella muerte. Los cines y teatros estaban cerrados, ni se barría ni se hacía la colada en las casas. Hasta las alondras en el cielo, los tordos en los bosques o los gorriones en los patios estaban callados. Como también las campanas. Un pesado luto rodeaba todo lo creado. Pero después del sermón de la Pasión, la visita a los Monumentos y la procesión del Santo Entierro a paso lento, con el canto del “Stabat Mater” seguido en voz baja por los ancianos, venía el domingo por la mañana (antes incluso el sábado) el sonido festivo de las campanas y el canto de los pajarillos que anunciaban el final de la tristeza.
¿Y hoy? La noche del Viernes y del Sábado Santo en todos los lugares estruendo y bailes en las discotecas. En la mañana de Pascua dormirán y se despertarán con dolor de cabeza y la “boca chancla” por la resaca. Leeremos la noticia de los sólitos accidentes de carretera hacia el amanecer. ¿Habrá alguien aún que al repicar las campanas se lavará los ojos con el agua clara de la fuente de la Plaza Mayor, como hacían en el pueblo en el que fui párroco por vez primera, para ver la nueva luz?
Que desgracia que hoy todos esperen en la iglesia la forma breve del evangelio. Una desgracia de veras. Porque es como pedir a la Pasión que se nos muestre entre nosotros en forma breve. Cuando miles de historias nos aseveran y atestiguan que también hoy la pasión es siempre y únicamente en forma larga y trágica: un interminable Vía Crucis que tropieza con la dureza de muchos corazones duros como piedras, de los que juegan a ser cristianos sin serlo. ¡Cuidado hoy con los sacerdotes! Rechacemos la idea de la Pasión en forma breve: no es así la vida.
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