Aún Él, siempre Él: casi vienen las ganas de decir “por suerte que está Él” que nos hace pisar sobre firme. La vez pasada era el rostro de incredulidad de Tomás: “si no veo, si no toco, si no meto”. ¿Qué es si no la incredulidad sino un no entregarse a la belleza? A la Belleza que salva. Hoy de nuevo Tomás y con una pregunta que surge del desconcierto: “Señor, si no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos conocer el camino?” Tomás, el hombre con los pies sobre el suelo, el realista casi descarado: el sentido común que revolotea y se enfrenta con la radicalidad de la propia fe. El hombre sediento de transparencia y que de ahora en adelante -ahora que su fe ha sido confirmada por el Señor Resucitado- querrá ver claras las cosas.
Y Cristo reinicia, aún una vez más, la enésima vez, no la última vez: “Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida”. Que sea el Camino puede pasar, incluso que sea la Vida; pero además ser la Verdad, parece muy atrevido. Pilatos en medio de aquella farsa de interrogatorio, primogénito de la farsa de muchos interrogatorios e investigaciones, se preguntó y Le preguntó: ¿Qué es la verdad? Él no se daba cuenta, botón de muestra de un imperio que explotaba por dentro, que tenía la Verdad delante. Era una Persona: aquel día el Imputado no respondió a la pregunta. Y Pilatos se estampó contra la roca dura de sus prejuicios y suposiciones.
A Tomás ya no se le concede el dudar más. Esta vez Cristo responde: “Soy yo, Tomás. Soy Camino, Verdad y Vida”. Una Verdad que al mismo tiempo es Camino: siempre a punto de ser traicionada, de frágil esencia como las cosas más queridas y apreciadas, tan íntima como para ser más intima que nosotros mismos. Cualquier otro hombre que pronunciase tal discurso sería acusado como falto de modestia. Cristo no: dice ser la Verdad. Es la palabra más humilde que existe. El orgullo sería decir: tengo la verdad. La poseo, la he redactado en una fórmula. La Verdad no es una idea sino una Presencia. Yo soy. Punto y final.
Y reiniciar de nuevo junto a la orilla de aquel lago azul, tierra natal de Felipe de Betsaida. También él rasca la corteza y quiere exprimir el jugo de aquel Amigo tan raro que parece de verdad Dios. Y sin embargo tan familiar como para atreverse a presentarle la última petición, quizás la que más celosamente guardaba en su corazón. Se la hace directamente a Él, cuando percibe que está marchándose. Casi como condición para aceptar todo lo demás. “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Le reclamó aquello que hizo arder de deseo a miles de hombres, que fue la causa y el misterio de decenas de profetas, que era el ansia y la espera de toda una humanidad a la desesperada búsqueda de su Salvador. Felipe se la hizo así, como si fuese algo cotidiano. Y cotidiano lo era realmente. Tan cotidiano que Felipe no se dio cuenta de que había vivido con el Padre junto a Él, que estaba preguntándole justo a Él, que estaba de cara a Él, la razón última de su búsqueda y de su existencia.
Como en Emaús: caminaron junto a Él varios kilómetros y no le reconocieron hasta partir el pan. Como en mi casa: camina junto a mí desde hace años y aún hoy me pregunto qué rostro tendrá el Cristo de la Resurrección. Como hoy, como ayer, como siempre: inquietante, misterioso, sorprendente por su voluntad de esconderse detrás de lo cotidiano, de la rutina de cada día. El Padre y nos basta. Nos basta aquel que hizo una única promesa y la mantuvo de veras. Dejándose burlar por una chusma de inapetentes para recordar al mundo que el verdadero problema es que los estúpidos siempre están seguros de sí mismos, mientras que los inteligentes están llenos de dudas. Aquellas dudas que son el anticipo de la Verdad. De la Verdad que es el Cristo de los evangelios.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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