La escena era divina, ciertamente majestuosa: incluso un poco cómica. Los apóstoles estaban allí, justo a las afueras de Betania, posados con la cabeza gacha y en silencio. Un poco asombrados y perdidos, un poco contentos y un poco preocupados, un poco maravillados y un poco arrepentidos. Parecía que el tiempo tuviera que decidir si continuaba pasando o se detenía. A veces pienso que si no se les hubiesen aparecido aquellos dos individuos con vestiduras blancas, aún les podríamos encontrar allí, con la cabeza gacha.
Así, caminando tristes hacia la ciudad del Templo, presentían únicamente tres posibilidades en su horizonte. O quedarse allí con la cabeza gacha toda la vida. O admirar las gestas del Maestro de Nazaret como se hace en los grandes museos -un recuerdo que sólo te daña porque continúa recordándote la ausencia-. O quizás la más difícil: pasar a la imitación.
Quién sabe cuánta gente en Jerusalén -y cuántas Jerusalenes podemos individuar en los mapas de nuestra alma- finalmente parecía suspirar. Volver a vivir, a sonreír, a sacudir. Nadie se esperaba ya nada de aquellos tipos. Un grupo insignificante, decapitado: muerto el perro, se acabó la rabia. El poder había conseguido restablecer el orden. Según ellos. La situación había vuelto a la normalidad después de los disturbios perpetrados por aquel aguafiestas de Galilea. Y por su puñado de mendigos. Según ellos. El calendario de las fiestas volvía a discurrir tranquilo y sin altercados como tres años antes. Según ellos. La lección de la Cruz debía servir de escarmiento que alejaría cualquiera extraña idea o pretensión. Según ellos. También nos sucede a nosotros el que a veces hagamos un balance inadecuado: cálculos, punto por punto, equivocados. Sumas, restas y multiplicaciones. Divides, añades y separas. Pero cuando vas a la caja, en el ticket sale un importe diferente. Que te asombra, te decepciona, te deja frío. En el supermercado, en la carnicería, en la pastelería, en la vida.
Porque en Betania, al volver de aquella escena de ascensión a los cielos, no se había apagado todo completamente. Estaba naciendo un poco de nostalgia. Pero no aquella que te hace echar en la cama a llorar gritando: “Nada será como antes”. Sino aquella nostalgia que te empuja a repintar la presencia del Amor dentro los pliegues de tu frágil historia. De mujer. De niño. Que te empuja a ser mejor, con mayor decisión e ilusión. Con mayor convicción. Lástima que no calcularon ni contaron con el don del Espíritu Santo. Hay un himno que me hace vibrar el corazón: ¡Oh Señor envía tu Espíritu, que renueve la faz de la tierra! Renovar la faz: es decir quitar las arrugas, pulir los trazos, hacer lucir la belleza original. El evangelio es maravilloso en sus golpes de efecto, tremendo en sus llamadas, fantástico en su precisión.
La aventura terrena de Jesús acaba como un fracaso. Además a los suyos los creen vencidos, aplastados, humillados. Los vencedores están ya brindando cuando se dan cuenta de no haber contado con el último personaje: el Espíritu Santo. Hay un “fuera de la programación” que hace saltar todo el programa. Una imagen de Iglesia celestial coge a todos por sorpresa. Imposible prever las consecuencias. Ese Espíritu que les ha arrobado parece que no tiene intención de abandonarles.
La Iglesia improvisa sobre el terreno, se inventa a cada momento, despunta en el momento impensable, se comporta de manera insólita, hace propuestas fuera de lo habitual: Pentecostés, crónica de un incidente no anunciado. Y tras él, no extraen un cadáver carbonizado de Iglesia. Al contrario. Del encontronazo con el Espíritu Celeste nace una Iglesia que no te esperarías: una Iglesia que se explica y que a la vez es inexplicable, incontrolable. Una Iglesia preocupada por las cosas de Dios, celosa por las de los hombres: es la Iglesia de los apóstoles. Intratable, irregular, inquietante. Crítica, amenazadora, incómoda. Arriesgada, que no da nada por descontado, inalcanzable, impensada, inesperada, fastidiosa. Esquiva, impensable, indomable, fortísima, impetuosa, apasionante, irresistible. Enamorada, indómita. Ayer, pero también mañana. Ya hoy, para ser sinceros. El Espíritu Santo. Sin Él, la Iglesia es imposible.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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