Podía haber empezado con un milagro y hubiera resultado más simpático y apetecible. Un Cristo prestidigitador para sacudirse el hambre de encima, un Cristo funámbulo para seducir a las multitudes, un Cristo acróbata para acelerar una pronta intervención de los ángeles. Sin embargo al final la pelota recae sobre su tejado, el del Bastardo Satanás: un psicólogo desgarbado, un aprendiz de teólogo, alguien cuyo oficio se ha desprestigiado a lo largo de los siglos. Y a pesar de ello está convencido, más incluso que nosotros, y lo busca infinitamente más que el pueblo que después de milenios gritará “Señor, Señor”. Lástima por la inexperiencia en el duelo con el que tiene ante él: ¿cómo puede Satanás dar lo que no tiene? ¿Alguien aún se atreve a atribuir a Satanás la propiedad material de las cosas: catedrales, jardines, valles y murallas? Nada de más erróneo bajo el cielo de la catequesis: de Satanás es el limo que se deja sobre las catedrales, sobre las ciudades y en los caseríos de otros. Él no ha sido nunca propietario de nada aquí abajo sino simplemente el primer usurpador de aquello que le hubiera gustado tener. “Fuera de aquí, Satanás” le impone el Desafiante: probablemente se lo dice con dulzura, con mansedumbre, con neta firmeza. Quizás como un sueño: que a ningún hombre –siguiendo la estela del Bastardo- le pase por la mente el reintentarlo con las mismas oscuras artimañas. Satanás ha elegido el Adversario equivocado: no siempre al máximo de la inteligencia corresponde el máximo de la intuición. Lo podría pensar un novato en sus manos, un joven fácil de llevar y de mirada azulada, un soñador inexperto en los primeros fragores de las batallas. No había entendido que aquel Hombre aceptaba su desafío para sacar una enseñanza para difundir a lo largo de los siglos venideros, para desafiar Él mismo la arrogancia de su Contrario. Por encima de la fascinación del milagro, escogió la aspereza de la tentación como lección magistral sobre el púlpito de la historia: para compartir con sus descendientes la dura ley que quien nace hombre. Sin engañar.
Y sobre el pináculo del Templo el Hombre-Dios rescata aquella estupidez firmada por el Diablo en el Jardín del Edén. Pérfido Satanás (y todos sus imitadores) Él sabe que no es verdad, y sin embargo lo intenta: sabe que en un principio el hombre podía comer del fruto de todos los árboles del jardín. Y que sólo después llego la prohibición. Pero se hace el zorro: difunde la caricatura de un Dios que castra, un Dios sádico, un Dios que dice “mira qué maravilla” y después te la niega impúdicamente. De un Dios que enciende el deseo en Adán para acto seguido reprimirlo. Este es el Dios de Satanás y de una porción de cristianos quizás. En realidad al inicio existía la alegría y el gozo para sus hijos: sólo después llegaron las barreras protectoras, para no enlodar tal alegría.
Para el hombre la restricción es una castración, para Dios una salvaguardia de la verdadera Alegría. Satanás obliga a Adán a quedarse en aquel callejón, le empuja y condiciona la mirada, le oculta la visión, le priva de la perspectiva: Satanás es un bastardo porque su propuesta de trasgresión es en vistas a una disminución del hombre. Usa la sospecha y muchos después de él la empuñaran como arma mortal: porque la sospecha no mata instantáneamente pero desgasta, deteriora, hiere y agota la mente, el alma y los pensamientos. De sospecha se puede enloquecer hasta lo impensable: se rompen lazos, se marchitan existencias, se destruyen ideales. Y Satanás –un hábil sin el carisma de Dios- agradece y lanza de nuevo el reto. Debilitando al hombre que era el sueño de la Creación misma. E invitándolo al carnaval organizado en el Infierno.
Christus heri, hodie et semper. Pero también Satanás, ayer, hoy y siempre. De esta manera nadie podrá decir que fuimos condenados a una elección ya hecha.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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