lunes, 27 de febrero de 2017

Glosa Dominical


El futuro se construye en el presente
HOY, NO MAÑANA: EN NOMBRE DE LOS LIRIOS
Con la oreja arrimada al corazón de Dios y la mano al ritmo del mundo. Por otro lado, ¿qué si no debería hacer un maestro -ahora elevado al rango de Rabbí, el Nazareno- si no recordar al hombre su capacidad de infinito? Que al fin y al cabo es la principal de las preocupaciones, la que impide gustar incluso las pequeñas conquistas de lo cotidiano: provisionales, limitadas, pero motivo de tanta chispa de consolada consolación. Porque tantas cosas -la esencia del corazón, los espacios del ánimo, los ángulos de la esperanza- parecen ser incluso difíciles de saborear: “¿quién sabe cuánto durarán?” es la pregunta con la que les damos la bienvenida. Y así el presente se convierte en un exhaustivo seguimiento de lo que no hay, de lo que ha habido y de aquello que podrá ser o podremos tener. Que pide como crédito torpeza para saborear los pequeños instantes de lo cotidiano.
C:\Users\Cesc\Desktop\slide_20.jpgVuelve al ataque el Evangelio, a ver si esta vez, después de dos mil años de estímulos, será la buena y definitiva: “No os preocupéis diciendo ¿qué comeremos o beberemos, con qué nos vestiremos? Esto lo buscan los paganos. Vuestro Padre del cielo sabe qué necesitáis.” No se trata de la invitación de un charlatán inconsciente, mercader de ilusiones: más de treinta años en el taller de Nazaret, ganándose el pan junto el padre con el sudor de su frente- le han servido para saborear el cansancio cotidiano, la angustia de los quehaceres y del deber, la preocupada tristeza de las tardes en las que bajaba el trabajo, en las que el desempleo avanzaba a pasos lentos e inexorables hacia la puerta de casa. La suya no es una incitación a no pensar en el futuro, sino un estímulo más atrevido. Atrevido hasta el punto que nadie había osado antes: el futuro se construye favoreciendo el tiempo presente. El tiempo de lo ordinario y de lo cotidiano, del sudor y la alegría, de las hazañas habituales y de los sueños a perseguir. Dios entra siempre con el traje de la pequeñez. En lo pequeño -que al fin y al cabo es el presente de todo- Cristo lee lo grande, que es el otro nombre del Eterno. De Dios mismo.
C:\Users\Cesc\Desktop\IMG_3175.jpgHablan los lirios del campo, lo atestiguan los pájaros del cielo, lo recuerda el Hombre de los Evangelios: vivir el presente como protagonistas, es la mejor forma de pensar el propio futuro. Aún más allá: para favorecerlo, para ayudar a su realización, para ser el cambio que cada uno de nosotros sueña ver en el mundo. Es el anuncio sorprendente e inesperado del Cielo: el Eterno nos lo jugamos en el tiempo, el futuro se juega en el presente, el mañana se prepara hoy: “Buscad el reino de Dios y su justicia y el resto se os dará por añadidura”. Que al fin y al cabo ahí está la gran estafa de Lucifer y la gran preocupación del Cielo: por seguir a Mammón -y a todos sus hijos con él- no se gana tanta gloria; por seguir al Cielo se recibe el consuelo del corazón. El Eterno es una forma del mañana. No te lo encontrarás de repente, inesperado y lúgubre, será la simple confirmación de lo que el hombre habrá elegido en el presente. Este es el escándalo más ambicioso de la historia de Cristo: en la historia más banal transita la historia más fundamental, la de la salvación. De la salvación o la perdición. Para la segunda, basta Lucifer; para la primera no sirven superhéroes: basta un puñado de valientes que se enfrentan a la vida confiando en la presencia de Dios. Gente capaz de constituirse en motivo de mofa y burla convencida de conjugar el futuro de la esperanza en el presente de indicativo de la propia historia. Una gramática celestial. Un anticipo de gloria.
C:\Users\Cesc\Desktop\renuncia-benedicto.jpg
Benedicto XVI leyendo su renuncia
El próximo 27 de febrero, era el año 2013, se cumplen cuatro años de la última Audiencia General de los miércoles de Benedicto XVI. Después el silencio, orante, precioso. Fue un año en el que corrieron ríos de tinta sobre su renuncia. Alguna pluma se prodigó demasiado escarbando, rascando, sospechando. Como si sus escritos ayudaran a la santidad de la Iglesia. A mí me bastó la amable confidencia de Benedicto. Humilde, sencilla, celestial: “He pedido a Dios con insistencia en mi oración que me iluminase con su luz para poder tomar la decisión más justa, no para mi bien sino para el bien de la Iglesia (…) Amar a la Iglesia significa tener la valentía de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre ante uno el bien de la Iglesia y no el bien propio. No abandono la Cruz, permanezco en un modo nuevo junto al Santo Crucifijo”.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
 

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