¡AMADLOS! ¡COMO SI FUERA FÁCIL!
Palabras desnudas, descarnadas, esenciales. Raquíticas en su delgadez, y sin embargo ensordecedoras en su eco: incluso embarazosas por la casi imposibilidad de amoldarse a ellas. Despojadas de todo, sin un hilo de filosofía encima. Así es como a Él, forjador de grandes personalidades, le gustan: “Amad. Punto y final.” No es el imperativo lo que aturde: hay imperativos en la Escritura que dan la vida y encienden la mecha, que infunden una fascinación irracional y atraen por la majestad de sus ideales. No molesta aquel imperativo para la nota. Es el objeto que señala con aquel verbo con el signo admirativo: a quien te abofetea, a tu acérrimo enemigo, a aquel al que ni siquiera darías un gesto de saludo: ¡Amad! Como si esto fuese fácil, como si fuera la cosa más natural abrazar a quien te hiere, perdonar a quien te mata -física o espiritualmente-, acariciar historias molestas y pútridas de rencor. Como si fuese simple ser como Dios: perfectos. O como las palomas del Evangelio: simples y puras.
Y sin embargo ésta es la vía estrecha que lleva al cielo para aquellos que a diferencia de mí son capaces. Un difícil agujero, casi intransitable, tan estrecho como para tener que escurrirse restringiendo la barriga y todo el resto (como hacen los hámsters) para intentar pasar y colarse: pensamientos e ideas, suposiciones y certezas, convicciones y cosas indudables. Yo, mi mundo, mi historia, mis pequeñas pasiones: mi férrea certeza de ser siempre y sólo yo el hombre justo, con las personas justas. Por otro lado, para aproximarse a la santidad es necesario mirar a la Divinidad.
Necesitamos ser capaces de amar a aquel Dios que es verdaderamente Dios, aquel que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos. Un día clavarán en el madero de una Cruz al Hombre que tuvo la osadía de equiparar el amor a los enemigos con la negación de uno mismo. Aquel que parecía construir simples paradojas tanto como para complicar el pensamiento de la gente y en cambio metió dentro la llave en la cerradura del Cielo. Le darán una Cruz y ante la Cruz no se detendrá: hasta que consume una muerte rodeada de dulzura de pensamiento y palabras y reservada casi en exclusividad, en el rincón de la memoria, a los que se consideraban sus enemigos: porque no sabían lo que se decían, porque no sabían lo que hacían; porque no sabían que así, en aquellos momentos, ellos eran víctimas de sí mismos justo en el instante que daban voz al mal en su corazón. Quizás sería necesario un enemigo a nuestro lado para que intentásemos la osadía de la salvación: nuestro enemigo es nuestro salvador. Es él el que me hace ver claramente lo que chirría dentro de mí. El que me hace descubrir mis falsedades, mis vagas pretensiones. Es haciéndome de espejo la manera como me enerva hasta el punto de hacerme sentir desnudo, débil, sin corazas y raquítico frente a Dios.
Un enemigo en el cabezal para que todos puedan acordarse de cómo hay que hacer para vencer la enemistad. Y que la victoria del verdugo se completa cuando el odio que le empuja, contagia también a la víctima. Cristo lo supo y venció a Pilatos, redujo a la nada a los escribas, fariseos y doctores varios. Sacudió el alma del centurión bajo la cruz, perdonó el rencor de quien le habló con lanzas, látigos y esponjas de vinagre. Rompió los diques excavando entre Él y ellos la tierna amistad con el Buen Ladrón. No dejó que el enemigo le invadiese el corazón con la infelicidad de la enemistad. Y por eso venció también la traición de Judas: dejó libre al hombre para besarle y después venderle. Libre de ser ridiculizado y burlado por quien tenía un amor loco, inimitable. Muchos no creyeron en sus palabras: también hoy muchos -entre ellos el abajo firmante- lo recuerdan pero no aciertan a seguirle. Nos enfadamos porque el mundo va mal y torcido. Amad. Punto y final. Alguno lo consigue y deja este mundo un poco mejor de como lo encontró: más humano, más amable, más habitable. Deja al hombre en la más humillante vergüenza: porque todo esto no es imposible para quien está poseído por el Amor, y vence la brutalidad con los gestos locos del amor niño.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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