UN TRÍO ATREVIDO
Tres troncos de madera y serrín aún en el cepillo, la melodía de una vieja nana: para hacer la mesa se necesita madera, para hacer madera es necesario el árbol, para el árbol se necesita la semilla, para la semilla el fruto, para dar fruto es necesaria la flor. En resumidas cuentas, para hacer una mesa se necesita una flor: y la flor es símbolo de belleza.
Estamos en Nazaret, las primeras luces del alba en la carpintería de José: sangre noble, oficio humilde, corazón enamorado. La descendencia le imponía una memoria: “He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo: se llamará Emmanuel, que significa Dios con nosotros” ¿Quién sabe qué rostro tendrá la Virgen?: desde hace siglos ha sido motivo recurrente en el pensamiento, en la imaginación y en la espera profética. Él está enamorado, loco por aquella joven silenciosa y trabajadora: ningún eco de su hermoso nombre en la aldea, ningún signo que trasparentase el misterio de una belleza celosamente guardada. Ella se llama María, él se llama José: juntos se llaman con las sílabas pobres del amor noble.
Él y ella. Más el Otro. ¿Traición? ¿Vergüenza? ¿Sospecha? De todo esto hay poco en el corazón de José. Aquella doncella era su sueño, en su dulce belleza había colocado sus ilusiones, en el candor de aquella mirada había depositado su corazón. Y desde la penumbra de su taller adivinaba los trazos, escrutaba la expresión, seguía los pasos de su pequeña “hada”. Quién sabe cuántas veces, dentro de aquel taller lleno de virutas oliendo a viejos barnices, habrá derramado lágrimas aprendiendo las estrofas de un viejo libro que le fue regalado por su padre, también carpintero: “Levántate, amiga mía, mi hermosa y ven. Muéstrame tu rostro, hazme sentir tu voz, porque tu voz es suave y tu faz agraciada” José trabaja la madera y trabajando la madera trabaja el corazón de su amada. Bajo aquel sol de Galilea, María le ha cruzado la mirada, lo ha acariciado y le ha derramado en poesía su amor. Sólo él, humildísimo soñador, podía entender ese lenguaje. Le habló de su Dios, de un ángel del Señor, de un misterio de milenios lejanos, de un sueño escondido en la genialidad del Creador. Y él, protagonista inesperado de una historia escandalosa, acarició aquel rostro agraciado pintando un beso sobre los labios de una mujer, sobre aquel rostro fascinante, sobre aquella melodía lejana. Pero el amor tiene un precio y José pronto lo intuye. María pide salir de su vida, decirle adiós, ser borrada de sus sueños. Ella, en su seno perfumado de eternidad, custodia a un Hijo y José no lo sabe. Ni siquiera lo quiere saber. Ningún hombre podría aceptar a otro entre él y la mujer amada. Y viceversa. “Adiós, María. Y buena suerte”.
José se sienta en la rebotica con la cabeza entre las manos y siente que el entusiasmo se desvanece, que germinan las dudas, que planea la tristeza. Amenaza lo imposible, medita lo que hacer, proyecta una solución: la repudiará en secreto. Aunque con el gusanillo de la traición. José no echa a perder su señorío dinástico y a pesar de renunciar a abrazar a aquella joven, nadie podrá alardear de verla burlada y ridiculizada. La repudiará en secreto: con discreción, como un triste adiós, con el toque tierno de quien conservará para siempre su agradable recuerdo. No sabe, José, que Dios también ha tejido para él una melodía. En el drama de aquel temor, él, tallista en un taller ridiculizado por el vecindario, consciente de su pequeñez, es saludado por un ángel con respeto: “José, hijo de David, no temas”. Es el intermedio de un sueño: las visiones son siempre pequeñas visiones, los signos siempre pequeños signos. Dios volverá a cada encrucijada para decirte: “No temas haberte perdido. El camino es el bueno”
José sonríe: María le ha sido fiel, nada de ajeno o extraño en su corazón. Sólo Dios por medio: embarazoso, osado, ardiente. En el evangelio de José no se custodia sílaba alguna. Sólo su grandeza, más allá de su Mujer. Ella se ha fiado del Todopoderoso, él ha apostado todo a la fragilidad de una criatura. Su criatura. Aquella por la que comprometerse del todo era la más hermosa declaración de amor. Aquella de la que nacerá el Cristo, llamado Mesías.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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