¡FLOREZCA LA JUSTICIA Y ABUNDE LA PAZ ETERNAMENTE!
El título de la glosa de este II Domingo de Adviento es calco de la invocación que hoy la liturgia nos hace repetir como respuesta al salmo. ¿Qué espera el hombre de la venida del Salvador? Sobre todo una sociedad a imagen de la que nos viene presentada por el fragmento del profeta Isaías en la primera lectura (Is.11,1-10) Aquí tanto las exigencias de la colectividad como las de los individuos en particular, se realizan en torno a la paz que es consecuencia y fruto de la justicia. Para obtener este objetivo nos ayuda la enseñanza de San Pablo que escribiendo a los Romanos (15,4-9) exhorta a acogerse mutuamente como Cristo nos acoge a cada uno de nosotros. Pero no puede darse una acogida cordial sin una esperanza eterna, fruto de la Palabra de Dios meditada, fuente de todo consuelo.
San Juan Bautista en su predicación, austera pero sincera, anuncia la esperanza que se engendra por la conversión del corazón. Verdadera porque realmente el corazón del hombre es asaltado por tantísimas pasiones egoístas y orgullosas que lo llevan a creerse autónomo, suficiente a sí mismo sin ninguna necesidad de salvación. Para estos superhombres de todos los tiempos, el Bautista tiene palabras terribles y fuertes apelativos: “Raza de víboras. ¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente?” Palabras inusitadas en la predicación de nuestros tiempos, pero que tienen todo su peso en un mundo hostil o indiferente a los problemas de la fe. El progreso de las ciencias ha llevado al hombre en su estúpido orgullo a creerse dueño, amo y señor del mundo y a prescindir por tanto de Dios y de todas las normas de honestidad por Él dictadas.
Podríamos exclamar con San Pablo: “mientras descubren las maravillas de lo creado, olvidan a su Creador”. Si esto era reprobable en tiempos paganos, es absolutamente carente de sentido y propio de idiotas después de dos mil años de cristianismo, especialmente por parte de aquellos que han recibido el sello bautismal con el don del Espíritu Santo. La espera de la Navidad sea como un timbre de alarma, una señal de activación para cuantos duermen el sueño de la indiferencia o de la hostilidad en relación con la fe. La misericordia del Señor es más grande que la obstinación del hombre y siempre dispuesta a la acogida.
El próximo jueves es la fiesta de la Inmaculada. En Adviento las dos figuras, la de la Virgen y la del Bautista nos enseñan la actitud de quien espera. Navidad llega con prisa y corremos el riesgo de no prepararnos de verdad, de no abrir los corazones con confianza en Dios. Riesgo real y siempre actual, aún más evidente en estos tiempos de profunda crisis cuando la esperanza parece extinguirse día tras día. Basta mirar las noticias para desanimarnos: lucha política intestina, crisis en muchos sectores económicos aún sin resolver, oscuros horizontes en el panorama internacional. Por eso necesitamos levantar la mirada más allá de lo concreto, tener la valentía de creer. Creer es el único gesto que nos ayuda a permanecer anclados en la vida y a no huir. Necesitamos hombres y mujeres que sean signos claros de esa fecunda esperanza.
María, la joven doncella de Nazaret, nos enseña a permanecer en la fe, día tras día. María nos invita a estar preparados porque Dios viene cuando menos te lo esperas, incluso a un rincón perdido como Nazaret. Para nacer en nosotros, Cristo pide un corazón puro, transparente y disponible como el de su Madre. Un corazón que sepa reconocer a los ángeles y las anunciaciones que recibimos cotidianamente. María se convierte en la “ianua coeli”, la puerta del cielo que permite a Dios entrar en la Historia. Si abrimos nuestro corazón como la Virgen Inmaculada, también nosotros podremos convertirnos en instrumentos de Dios.
Digámoslo a todos, amigos: Dios ha venido y está a nuestro alcance. Lo podemos conocer. Está presente. Y es evidente y obvio.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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