La mayor dificultad para anunciar el perdón de Dios entre nuestra gente reside en el hecho de que muchos no creen que nadie les pueda perdonar lo que han hecho.
Lo que es más difícil pues, no es perdonar, sino creer en un Dios que ha respondido al mal en el mundo con el sacrificio de su Hijo, su Único y Amado Hijo, por nosotros.
En la muerte en la cruz del Hijo se cumple, de hecho, aquel aniquilamiento de Dios contra sí mismo en el que Él se entrega para levantar al hombre y salvarlo, y esto por puro amor. Ante un Dios así, escandalosamente de nuestra parte, ¿quién estará contra nosotros? (Rm. 8,31b)
Y sin embargo no nos resulta difícil imaginar qué pensamientos y sentimientos aprisionaban como un remordimiento el corazón de Abraham mientras preparaba el cuchillo para inmolar a su hijo. ¿Qué padre en su sano juicio sacrificaría la vida de su hijo aunque fuese para obedecer al Señor?
La respuesta a esta pregunta, la encontramos en el silencio de un Dios que parece haber sido como “tragado” por las tinieblas del Viernes Santo, en el que resuena con fuerza únicamente la súplica desde lo más profundo del corazón de su Hijo: “…¿por qué me has abandonado?”
Es contemplando aquel cuerpo clavado en la cruz, torturado, aplastado, muerto, y aquel costado traspasado, cuando estamos seguros de no equivocarnos acerca de Dios. Porque equivocarnos acerca de Dios es lo peor que nos puede suceder, ya que después nos equivocamos sobre la historia, sobre el hombre, sobre nosotros mismos, sobre el futuro, sobre las relaciones humanas.
En la persona de Isaac nos aparece un hijo -imagen de todo hijo- a punto de ser sacrificado. Su relato no es el relato de un sacrificio frustrado, sino más bien el relato de un sacrificio cumplido: el sacrificio del sacrificio.
Deteniendo la mano de Abrahán antes que llegue a sacrificar al hijo, Dios frustra esta amenaza en beneficio de todos, para evitar que alguien, contemplando a un padre sacrificar a su propio hijo, se haga la idea de que Dios se regodea en la violencia que tan a menudo habita en nuestro corazón, en nuestra alma y en nuestros gestos.
Aquel que desde la nube señala a Jesús como el Hijo amado a quien debemos escuchar, no puede ser un Dios que quiera sacrificios, sino el amor. El mismo Dios que en su Hijo Unigénito se revelará como aquel que se sacrifica, por no haber aceptado el sacrificar a nadie.
“¿Qué diremos, pues, a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?”
Ya no hay pues condena alguna para aquellos que están en Cristo Jesús.
Fr. Tomás M. Sanguinetti
Fr. Tomás M. Sanguinetti
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