lunes, 6 de octubre de 2014

Glosa Dominical



SUEÑOS, DECEPCIONES Y OBSTINACIÓN DE DIOS
“Quiero cantar para mi amado el cántico de amor por su viña” (Is.5,1) Así comienza la liturgia de la Palabra este domingo, sugiriendo a nuestro corazón el rostro de un Dios enamorado, incurablemente enamorado de su criatura, un Dios que canta su amor por su pueblo. Sí, porque el amor es canto rimado por el Espíritu Santo sobre las cuerdas de nuestra alma; es pasión, obstinada pasión de Dios por su amado, por cada uno de nosotros.
En la parábola que hoy se nos propone, el Señor retoma la imagen de la viña presente en el poema del profeta Isaías, y la relee a la luz de la historia de la salvación. Es la historia de Dios y su pueblo, un trenzado de fidelidad y rechazo. La viña es el pueblo de Israel, el amo es Dios, los labradores son los jefes del pueblo, los sirvientes son los profetas y el hijo es el mismísimo Jesús. En el centro de todo está el sueño de Dios, su pasión, su amor obstinado por la humanidad. Amor que se traduce en el ocuparse de la viña: cercándola, excavando un lagar, construyendo una torre para vigilarla y custodiarla, como un centinela. El amo de la viña hace todo lo posible: no deja nada a la improvisación. El amor no se improvisa, es fruto de pequeñas atenciones que te hacen sentir especial, deseado, simplemente amado.
Pero a un cierto punto la escena cambia. El amo, después de tantos cuidados y sacrificios, confía su viña a los labradores y parte para un viaje. ¿Quién de nosotros lo hubiera hecho? ¿Quién hubiera obrado así? Y sin embargo el tiempo de la ausencia del propietario es el tiempo de nuestra responsabilidad, de la respuesta al amor considerado de Dios hacia nosotros, a hacer nuestro el estilo de Dios: cuidar del otro sin poseerlo. Porque el amor, cuando es verdadero, engendra entusiasmo, respeto, entrega incondicional, donación generosa a fondo perdido, mirada comprometida con el bien del prójimo.
C:\Users\FRANSESC\Desktop\imagesAAJX3VOD.jpgPero llegado el tiempo oportuno, el propietario, después de tantas atenciones y tanto trabajo, envía un criado a la viña para recoger los frutos; pero los hechos se precipitan inmediatamente. Los labriegos golpean al pobre criado que vuelve a casa maltratado y con las manos vacías. Las repetidas y obstinadas tentativas del propietario, que envía a otros criados, obtienen un resultado siempre peor: pegados, rechazados e incluso asesinados. Encontramos un fortísimo contraste entre la ternura apasionada del propietario, que planta y se ocupa de su viña, y la furia homicida de los labradores que hacen tabla rasa del Señor rechazando a sus mensajeros. Estamos frente a la historia de Dios y su pueblo, historia del sueño de Dios, de su incurable y empecinado amor que no se detiene ante la decepción, la traición, el rechazo de parte de su pueblo y de sus jefes, y continúa enviando a sus profetas.
Pero he aquí el segundo y más dramático golpe de escena: el propietario no extermina a los viñadores rebeldes, sino que les envía a su propio hijo amado, el cual no evita el mismo destino de los otros criados. Obrando de esta manera, el hijo, compartiendo la muerte de todos los testigos incómodos de la verdad, pasados y futuros, desvela con su muerte los trazos de una inesperada e inaudita novedad.
Jesucristo en la cruz no pone fin a las contradicciones y distorsiones de la historia, sino que se introduce en ella hasta el fondo. Y allí, clavado en la cruz, ilumina la historia del mundo y se solidariza con ellos: excluido entre los excluidos, alcanza y abraza a todos.
Ésta es la venganza de Dios: enviar a su Hijo amado, su único Hijo, amar al hombre obstinadamente, hasta la locura. Jesús en la cruz, no cede al chantaje de sus verdugos que querrían una demostración de fuerza y poder por su parte. Él no baja de la cruz. Permanece allí, clavado, desnudo, impotente; y desde aquel madero infame, revela al mundo el verdadero e inaudito poder de la debilidad, el poder incómodo del amor que desarma.
Dios hubiera podido expresarnos su amor de muchas maneras. Pero no ha querido dejar espacio a las interpretaciones, a los malentendidos. Una cosa es usar dulces y consoladoras palabras, otra colgarlo de tres clavos, suspendido entre el cielo y la tierra. Y sobre la cruz, de aquel cuerpo irreconocible por la barbarie humana, arado por los flagelos, destrozado por los golpes y la tortura, es prensado el vino nuevo, el vino de la misericordia que se derrama desde el costado abierto de Cristo, sangre derramada por nosotros y por muchos para el perdón de los pecados.
Fr. Tomás M. Sanguinetti

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