domingo, 3 de septiembre de 2023

Pedro y aquella falsa imagen de Dios

 


El hombre es uno de aquellos testarudos recalcitrantes. No es un oportunista, uno de los que suelen cortar la cuerda cuando las cosas se ponen feas. Tira de ella hasta el final, es fiel hasta el final. No es un desertor, no escapa aunque los demás huyan. Sin embargo el hecho es que los suyos sí que huyen: los de primera hora, la vanguardia de la letra pequeña. Iglesia naciente, aquellos que en resumidas cuentas hubieran tenido que aguantar el peso de aquella mirada que tenían frente a ellos.

En cambio hoy parece que la suerte está echada. ¿Habrán comprendido algo aquellos hombres de aquel Hombre que fue el primero entre los hombres a llamarse “de Dios”? A llamarse Dios. Creer en el milagro siempre ha sido el atajo de la fe: si no el atajo, sí el camino fácil, rápido y expedito, la autopista hacia Él: “Tú eres el Cristo, eres mi Dios”. Después, cuando el camino se complica y se hace cuesta arriba, cuando entre Nazaret y Jerusalén aparece una ruta tortuosa que atravesar, cuando no es posible dar ningún rodeo para acortar el sendero, entonces stop.

¿Y si todo fuese un espejismo? Quizás tiene razón Satanás: ¿es digno de confianza un Dios así? La jornada de los cestos que rebosan panes y peces, de los miembros curados y de las miradas luminosas, de los cojos sanados y vueltos a erguir como cipreses y de los huesos cubiertos de nuevo de carne, son lejanos. Hoy Cristo cierra su pueril vagabundeo entre las callejuelas de Palestina y los campos de anémonas silvestres. Este es el tiempo del seguimiento y del anuncio: treinta años y pico de silencio, un puñado de meses de rodaje despreocupado (o casi) con aquel bosquejo de Iglesia naciente, y el tiempo está ya maduro para diseñar su futura trayectoria: “empezó a explicar a sus discípulos que debía dirigirse a Jerusalén y sufrir mucho”.


Jerusalén no es Nazaret, ni mucho menos Betsaida. No tiene el encanto pueril de Belén -entre estrellas y establos, cometas y panderetas- y ni mucho menos el sabor de sorpresa del lago de Genesaret: Jerusalén es tierra de subida y de cruces, de encrucijadas y de tránsfugas. Es tierra de martirio y de sufrimiento, de abandono y de pesado silencio. Y Pedro lo sabe: por ello tiembla. Que en definitiva es un absurdo: él, el hombre que tutea a las tormentas y tempestades, se acobarda frente al futuro. Teme por el Amigo, tiembla por lo que pueda acontecerle, se preocupa ante un Dios diferente del que se había imaginado. No calla. Él dice las cosas abiertamente, con furor, con corazón juvenil: “Dios no lo quiera, Señor, esto no pasará nunca”. Nunca: el adverbio que se reserva para los amigos cuando se habla de sufrir, que tiene el aroma del cuidado, de las atenciones, de la afable premura. “Nunca, Señor: no irás a Jerusalén”.

Entre la asombrosa confesión de aquel “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” y este “nunca” está Pedro. Con aquella humana y dolorosa fatiga de descubrir que Dios no es como uno se lo imaginaba: fuerte, decidido, provisto de soluciones. Dios permanece Dios: decidido, fiel, tan severo consigo mismo que se muestra tremendamente hombre. El más humano entre los hombres. Humano hasta ser capaz de romper la amistad más íntima, llegado el caso: “Lejos de mí, Satanás”. Tú eres escándalo y tropiezo porque no piensas según Dios sino según los hombres”. El amigo que se convierte en escándalo, en obstáculo, horrible tentación de querer abreviar el camino impenetrable: aquella carcoma maliciosa del Demonio que embauca, que engaña y decepciona. Cuesta llamar Satanás al amigo: sin embargo Cristo lo hace. Debe hacerlo, siente la necesidad de hacerlo, es urgente hacerlo. No sea que Pedro persevere en aquella idea equivocada de Dios, quién sabe si contagiando a los demás.

El desafío de Cristo es directo y no admite retrasos. Hemos de pasar por Jerusalén: el Calvario se afronta, la Cruz no se rechaza. Hacia Jerusalén pues, tierra de compromisos, lágrimas y sorpresas: rigurosamente en orden de aparición. Para no engañar a nadie.

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