domingo, 24 de septiembre de 2023

Los absurdos comportamientos de Cristo

 


Es probable que en aquel tiempo la situación fuese una consecuencia de una crisis económica extendida: perdido el puesto fijo, se multiplicaban los jornaleros, los braceros de jornada, también los que improvisaban el oficio. Sucedía y basta: nadie daba más importancia.

El hombre que tiene una viña es un hombre afortunado: las vides son un pequeño imperio, aquella tierra produce racimos y bebidas, presente y futuro. El trabajo es tanto -un día el Amo dirá que la mies es mucha y los obreros son pocos-, que faltan operarios. Que sin embargo son seleccionados en los poyos de la plaza: “Se acordó con ellos un denario al día y los mandó a la viña”. Dos pájaros de un tiro: él se organiza la jornada, ellos se ganan el pan. Cuando ve que son pocos, volverá donde aún hay en abundancia: “Hacia las nueve (…) Hacia mediodía (…) Hacia las tres (…)” Quizás tanto trabajo en aquella viña no se lo esperaba ni él: y tuvo que salir aún “hacia las cinco”. En aquella hora los primeros tenían ya sobre sus espaldas ocho horas de trabajo: sol, pala y azada. O racimos, cestos y carretas.


Parece ser que era una hacienda de gestión familiar: todos colaboran, ponen de su parte, se afanan en trabajar la tierra y las vides. Hasta el atardecer, hasta la paga. Que se convirtió en la sorpresa más inimaginable, aún más que el hecho de ser seleccionados: “Llama a los jornaleros y dales su paga -le pide el amo a su capataz- empezando por los últimos hasta los primeros”. Por los últimos: de modo que pudieran hacer proyecciones sobre su salario, imaginar la cantidad de moneda conseguida por sus horas de trabajo. Para después comprobar cómo era de distante su espíritu empresarial comparado con el del Amo: “Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado como a nosotros que hemos soportado el peso de la jornada y el calor.” Que es como decir: si no eres capaz de ser un buen amo, vuelve tú a cultivar la tierra. Cuando en cambio el contrato hablaba claro. “¿Acaso no acordamos un denario? ¡Hay que leer la letra pequeña antes de firmar nada! En las páginas del Evangelio que están plagadas de viñas que cultivar, espigas que cosechar y lirios que contemplar, no hay nada insignificante. Nada inútil que no necesite nuestra atención. Sin embargo el amo no comete ninguna injusticia.

El Amo está acostumbrado a firmar contratos un tanto molestos a las cinco de la tarde, al atardecer: aquel con la samaritana, con la Magdalena de los siete demonios, con la adúltera y con Zaqueo. Por no hablar del contrato con el ladrón de la derecha cuando eran ya las cinco pasadas: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.


No es una simple voluntad de irritar: más que a provocación suena a justicia, la de Dios, que siempre va a la raíz de las cosas: antes que nada pregunta: ¿por qué estáis todo el día ociosos? Y ellos responden: “Porque nadie nos ha contratado”. Este es el motivo de la desocupación: nadie ha confiado en ellos. Quizás eran jorobados o poco agraciados, desgarbados o canijos, o con alguna incapacidad física. O quizás estaban bien pero nadie quiso apostar por ellos.

“Amigo, ¿acaso tienes envidia porque yo soy bueno?” Tocado y hundido. Otra cosa que el peso de ocho horas de jornada: la verdadera flaqueza era la envidia, aquella semilla terrible que Satanás ha sembrado en medio de la viña del Evangelio o en mi habitación. Aquella inquietud de ánimo que nos hace juzgar sin conocer, firmar sin leer, hablar sin pensar. O quizás algo más fino y sibilino: la envidia de ver que aquel Hombre pagó a los últimos también las horas pasadas en los poyos de la plaza mayor. Que no eran horas pasadas sin hacer nada sino gastadas con la tristeza de un fracaso. Horas desocupadas, las más agotadoras: y Cristo lo sabe.

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