lunes, 29 de noviembre de 2021

El Misterio infinito dilata lo finito


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En los últimos decenios, los fieles que van a misa advierten en muchos lugares cómo se ha puesto de moda dedicar casi cada domingo a una intención, a un problema, a una categoría de personas, a un acontecimiento de trascendencia importante para la vida de la comunidad cristiana. Esta tendencia hace que la pureza lineal del año litúrgico desaparezca tras los nobles intereses del momento. La consecuencia es que la fuerza pedagógica de la Liturgia se diluye ante la necesidad de sensibilizar, de formar, de ayudar, en una palabra, de comprometer a la comunidad con las urgencias del momento. Quizás ha llegado el momento de volver a la esencialidad de la Liturgia para redescubrir la belleza y el papel insustituible en la formación de la personalidad del creyente y de la comunidad. 

Iniciando el año litúrgico con el primer domingo de Adviento, a pesar de la crisis económica que se cierne sobre nuestra sociedad, las calles se llenan de luces atractivas, para que a pesar de todo, la Navidad consumista no se apague. Hoy más que nunca la comunidad creyente, convertida sociológicamente en minoría, tiene la posibilidad de redescubrir la riqueza de aquello que posee como un regalo para vivir y disfrutarlo. ¿Qué puede significar el inicio del año litúrgico para un mundo globalizado en busca de reorganización, gobernado por las leyes del mercado y las finanzas, en el cual toda ideología se ha disuelto, toda certeza y todo valor ético se ha relativizado? ¿Únicamente queda la nostalgia de una improbable “Blanca Navidad”, esperando que baje del cielo un romántico “latido de amor”? ¿Sólo subsiste un susurro de ternura que por unos momentos reúna en torno al pesebre, o peor aún, alrededor de un opíparo banquete, a una familia cuyos ritmos de vida normalmente están marcados por compromisos urgentes que tienden a relativizar las relaciones personales? 
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La liturgia vuelve a proponer el inicio del ciclo litúrgico, el Adviento: la comunidad creyente no puede eximirse de interrogarse sobre la pregunta fundamental, en el sentido antes expresado, si no quiere acabar únicamente continuando de manera cansina la Navidad en sus aspectos folclóricos. El Concilio Vaticano II se inició justamente con la reforma litúrgica auspiciando que la Iglesia “viviendo su propia fe, celebrase el misterio y celebrándolo, lo viviese”. La liturgia es pues la memoria viva del Misterio de Cristo. Hoy para nosotros todo comienza por aquí: por la fe en que creemos y que celebrando vivimos. Todo adquiere sentido según la seriedad de nuestra fe: “es tiempo de despertarse del sueño” escribe san Pablo a los Romanos. Hoy, las circunstancias de la vida nos estimulan a descubrir la frescura de la fe despertándola del letargo con el que corremos el riesgo de entumecerla. 

 

¡El inicio del año litúrgico es sobre todo un despertar, un abrir los ojos, la mente y el corazón porque la vida renace! Pero es el despertar a una luz que viene de lo alto, el renacimiento del regalo de una vida que regenera el mundo: la experiencia de la fe no es una ideología, ni una ética: sino un encuentro con una persona, Jesucristo. La liturgia introduce al creyente en este encuentro personal y lo conduce, en el curso del año litúrgico, a la transformación de la vida en Cristo, no sólo por su imitación, sino por la fuerza moral de la presencia activa del mismo Cristo.

 

La liturgia es el centro de la experiencia de la fe en Cristo, el Hijo de Dios que en Jesús de Nazaret se hizo carne del hombre, nacido de una mujer, hasta compartir la muerte y la debilidad humana para que resucitase de nuevo en la plenitud de la vida del Padre. En su encarnación y en su pasión y resurrección, apareció todo el Amor de Dios para el hombre frágil, débil y pecador.  El mal y la muerte no son el término de la aventura del hombre y del mundo: el punto más oscuro de la fragilidad, de la aniquilación, de la falta de sentido, se convierten en el triunfo de la vida y del Amor.

 

Con la muerte de Jesús en la cruz, irrumpe  en el mundo el amor que vence a la muerte: la vida renace. Y todo se ilumina: todo lo que el hombre construye tiene sentido, no como tentativa ilusoria de ponerse las alas con que ser capaz de ir más allá de su límite, sino como una expresión de su irrefrenable y cada vez mayor necesidad de un espacio abierto al amor: las alas que el hombre quiere construirse, son un regalo concedido sólo cuando cree que su pequeña vida es un don infinito inagotable.

 

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El año litúrgico es la irrupción del Eterno, del Infinito en el tiempo; del sentido de aquello que parece no tenerlo: en la cotidianidad de nuestras experiencias, con las alegrías y esperanzas, las decepciones y las tristezas, está presente la luz, la fuerza y el amor de Cristo. 

 

En Adviento la Iglesia retoma el camino de la fe, dentro de la historia, con la certeza de una luz que la ilumina y una fuerza que la salva. Y aquí reside el desafío: no puede dar por descontado lo que para la humanidad de hoy ya no lo es. No es posible que la humanidad toda entera no participe hasta desde la raíz de la situación en la que el hombre de hoy vive. Y eso si no quiere que la experiencia litúrgica sea sólo una formalidad que sobrevive como una agotada añoranza del pasado. 

 

El hombre, hasta esta época, jamás se había buscado a sí mismo fuera del marco misterioso y trascendente de una alteridad. La nuestra es la primera civilización en la que el ser humano busca la manera de construirse con sus mismas manos y a la luz de una desmedida conciencia de sí mismo. Quizás ese extremo sueño de emancipación es la nueva manera en la que el hombre de hoy hace presente la arrogancia y la ingenuidad del primer hombre del que habla la Biblia. Toda conciencia humana, también la del creyente, no puede dejar de experimentar malestar.

 

El Adviento significa vivir la expectativa de Aquel que entra en la vida de la humanidad convencida de su autosuficiencia: hoy quizás significa el deseo que Dios tiene de convencer a los hombres de que sin su amor no es posible una vida fraterna.

 

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El creyente sabe que está expuesto a la tentación psicológica de sentirse diferente del mundo, de rechazar la modernidad envuelto en la neblina de las formas religiosas del pasado, adaptando, traduciendo de este modo la conciencia moderna de autosuficiencia. Vivir la  espera significa para el hombre de hoy en día, un instante de fe pura: en medio del rugido de su poder hacer silencio para percibir si le basta todo lo que ha logrado realizar por sí mismo.  Y si no ha borrado la necesidad de un sentido, de un amor, para dejar irrumpir en él la presencia de un Otro que le da el sabor de la vida que le revela que todo es bello y bueno, sólo si todo es un signo del amor que el Padre desea sea compartido por los hermanos. 

 

Dios, Jesucristo Hijo de Dios, el hombre y la mujer, la vida, la muerte, el mundo. Entonces todo nos interpela, todo lo que ahora parece haberse desvanecido, renace. La comunidad creyente comienza el Adviento: el misterio infinito involucra lo finito. La fe es el valor para continuar el viaje, siempre nuevo: el hombre que cierra sus horizontes, porque se engaña creyéndose señor de sí mismo, es limitado. Si continúa sintiéndose frágil, experimenta la venida de Aquel que le dilata la vida hasta el infinito. 

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