domingo, 10 de enero de 2021

Llamado por el Padre, en la humildad

 


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Para todo paso en la vida, por pequeño o grande que este sea, hay un primer día. Hay el primer día de escuela, el primero en la Universidad, el primer día en el trabajo, el primer amor (la primera parroquia, que para los sacerdotes es como la primera novia) la primera noche de bodas, la primera misa, la primera confesión… En cada uno de estos momentos de iniciación a una nueva vida, nos descubrimos pequeños y un poco temblorosos ante la grandeza del paso que vamos a realizar. Un desafío que cada vez sobrepasa nuestra capacidad de control sobre las situaciones y los acontecimientos que el futuro nos reserva. Un desafío que saca a la luz y hace emerger las partes más profundas de nosotros mismos, quizás jamás conocidas. Por esta razón cada vez nos hace sentir inseguros, porque nos hace sentir pequeños.

El Bautismo es el primer día de la misión de Jesús, el primer paso en esta nueva vida, lejos de Nazaret, la pequeña ciudad donde había crecido y vivido hasta aquel momento. También para Jesús este primer paso fue una experiencia de pequeñez y de humildad: ninguna procesión, ninguna banda de música, ninguna aclamación. Solo una gran cola de pecadores, al final de la cual se coloca pacientemente el mismo Jesús, hasta que le toque su turno. No es Jesús el que se construye su iniciación, es el Padre que lo llama, en la humildad.

C:\Users\FRANSESC\Desktop\untNINET.pngHoy recordamos todos los bautismos del año: tener un hijo corresponde a esta experiencia de iniciación que Jesús ha vivido en el Bautismo. Cuando el hijo aparece con arrogancia, modificando los ritmos del día y de la noche y la relación de pareja, se descubre inesperadamente qué quiere decir la responsabilidad frente a una criatura que pide ser escuchada y servida. Ser padres y madres, colaborar al maravilloso proyecto de Dios sobre las criaturas que no son nuestras: esta es la gran vocación a la que Dios llama a vosotros padres, de la misma manera que ha llamado a Jesús en el Bautismo.

 

Dios, además de llamar a Jesús en el Bautismo, también se ha revelado en Él en este pasaje fundamental de su vida. Se ha revelado como un Padre que da todo su amor a su Hijo, el don del Espíritu Santo, y se complace en Él, escogiéndole para llevar a cumplimiento su proyecto de amor y de gloria para todo el género humano. De la misma manera que en la familia humana, Dios se revela como una familia, capaz de acoger al otro, de hacerle crecer en su singularidad, en su unicidad, gracias al proyecto único y extraordinario que el Padre tiene para todo hombre, desde el primer instante de su concepción.

 

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La fe no es una convención, una superestructura social, una ideología alejada de la vida: tiene que ver con el misterio más profundo de la vida humana, lo que nos convierte en padres e hijos, lo que nos hace gustar el amor y a veces tener que encajar el sufrimiento, lo que nos empuja a gastar la vida non por una idea abstracta, sino por las personas concretas a las que amamos. La experiencia de la fe es muy cercana a la percepción del don, a cuando nace un hijo, todo lo contrario de la lógica mecanicista de hoy en día, que desearía producir un hijo según el capricho de los padres.

 

Pero todo niño, desde el primer instante de la concepción, es persona, portadora del derecho de ser y convertirse cada vez en sí mismo, según la llamada de Dios. Recemos para que cada uno de estos niños pueda crecer en una familia que lo ayude a cultivar sus talentos, a descubrirse a sí mismo, a encontrar su felicidad. 

 

Mn. Francesc M. Espinar Comas

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