domingo, 3 de enero de 2021

Finalmente se hizo carne y habitó entre nosotros

 


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Por fin escogió la carne que era el punto de mayor distancia del cielo: "El Verbo se hizo carne" (Jn 1, 14). No fue por grosera provocación, sino por la más íntima de las afinidades: elegir lo que era débil para confundir a los fuertes, casarse con lo distante para hacerlo sentir cerca, hundirse en el hombre para que el Cielo penetre en la tierra. Era lo inaudito de Belén, la casa del pan y la carne de Dios. Pan y carne, pan y pescado, pan y agua: siempre habrá pan disponible para aquellos que, llenos de todo, sentirán en sus corazones el hambre y la sed de lo esencial: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (1:4). Lo absurdo sucederá, como al principio sucedió lo inaudito: sucederá que los hombres en la luz prefieren la oscuridad. Siempre hay alguien que confunde el sol con un punto amarillo: los Evangelios dan cuenta de ello.  Lo calculan y anticipan sus consecuencias: "A los que le han acogido, sin embargo, les ha dado poder para llegar a ser hijos de Dios" (1:12). 

 

Se hizo carne: nada más y nadie más puede atreverse a superarle. En la carne escondía la fiesta de los sentidos: escuchar esa carne será escucharle a Él. Y escucharlo va a ser una fiesta. La fiesta de los ojos, de "lo que hemos visto con nuestros propios ojos" (1 Jn 1, 1). Era el sueño de Moisés, que un día no se detuvo y dio voz a ese deseo: "¡Por favor, déjame ver tu gloria!". Obtuvo una negación seca, aunque con una declaración en el fondo: "No puedes ver mi rostro, porque el hombre no puede verme y vivir" (Ex 33:18-20). Aunque de origen divino, que no impidió que el hombre cultivara hasta el extremo una nostalgia malvada y nunca ocultada por Su mirada: "Mis ojos siempre se vuelven hacia el Señor" (Sal. 25:15). Lo que Moisés no pudo, apareció por sorpresa a sus descendientes al menos de oficio, también pastores: "Vamos (...) veamos este acontecimiento' (Lc 2, 15). Lo vieron y se maravillaron. Creyeron.

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Se convirtió en la fiesta de los oídos, de "lo que hemos oído" (1 Jn 1, 1). A aquellos que confían en la escucha, verán que sus vidas cambian. Ver como una noche infructuosa de pesca se convirtió en una copiosa mañana de peces. El secreto -incluso para los pescadores de arte y de mar- será escuchar la dirección en la que lanza esa voz: siempre en el lado derecho, lo que siempre parece el mayor sin sentido. Del que está a favor de reírse de la gente por detrás, sentado en la orilla. Las redes, sin embargo, seguirán la palabra: 'Arrojaré las redes por tu palabra' (Lc 5, 5). La palabra, por su parte, acreditará exactamente lo que había oído: "Lo hicieron y tomaron una gran cantidad de peces y sus redes casi se rompieron" (5:6). 

 

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Que es entonces la fiesta del tacto: "lo que contemplamos y que nuestras manos tocaron la Palabra de vida" (1 Jn 1, 1). Del Dios que hace contacto: intimidad, tacto, retoque, canto. Siempre tocará la Divinidad: serán alegrías y problemas a intervalos más o menos regulares. Golpes y ánimos: su toque hará que las montañas se hundan a medida que los valles se ensalcen, cierren y abran la boca, construyan y pongan sus manos de nuevo sobre sus edificios para restaurarlos. Cubrirá valles de huesos cosiéndolos sobre la carne, arrancará de las garras del león la vida mientras acaricia los ojos cegados hasta el extremo. Con las manos en la masa: un Dios artesano y alfarero, constructor y obrero, pescador y carpintero. Con las manos de padre, de madre y de Dios. Preferiblemente eligió artesanías al aire libre: aquellas que, por medio de toques y empujones, dejan ver callosidades, deforman sus dedos, ennegrecen sus uñas. Un Dios conmovedor: conmovedor y emocionante. Lo crucificarán un día.  Responderá a su manera, resucitando: la fiesta del gusto y el olfato. Memoria y placer. De lo que hasta entonces era una locura sólo por pensar en ello. De lo que quedó, a salvo del rechazo: "La luz brilla en tinieblas, y la oscuridad no la ha ganado" (Jn 1, 5). 

 

Incluso hoy en el mundo hay alguno que cuando se  lo cruza, lo deja pasar: el mundo entero se detiene cuando se encuentra con un hombre que sabe a dónde ir. Por esta razón algunos siempre le dan preferencia: ciertamente no por modestia o buena educación. Simplemente por miedo: miedo a tener que lidiar con su Luz.


Mn. Francesc M. Espinar Comas

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