Los números son irrisorios en desmedida. Las perspectivas con las que abren son sorprendentemente gigantes. Parece que en los evangelios el Cielo sólo sepa contar hasta diez: raramente la numeración supera las dos cifras. Las pocas veces que acontece parece que se dé prisa en pedir disculpas. Del uno al diez: los primeros números que se aprenden de niños, los números que contienen el todo (cualquier número está compuesto de estos primeros diez números) la gramática de cualquier otra multiplicación.
En la Escritura, allí donde el creer y la fe se multiplican solo compartiendo, siempre hay una y únicamente una división. Una “condivisión”, un compartir. Del uno al diez, que al fin y al cabo es uno y cero: el misterio del Reino que se esconde en lo más pequeño de una historia para prolongar la capacidad de mirada y perspectiva sobre el Eterno. Sobre el más allá de Dios. Páginas de evangelio que son palabras de esperanza, encerradas todas en la infancia de las pequeñas cifras. En el Evangelio, como en los rollos del Antiguo Testamento que los han precedido: también allí y sólo a modo de ejemplo hubiera bastado un solo justo (el número positivo más pequeño) para salvar una entera ciudad, la de Sodoma. Una sola familia, años antes, permaneció entre los justos de Dios: la de Noé. En aquel uno conservado en el Arca -y con él una sola pareja de animales por especie- se salvó el entero género humano, hombres y bestias. Era sólo el inicio de la aventura humana sobre la tierra, poco después del esplendor inimaginable del Edén; pero ya la sospecha estaba al alcance de todos: el Cielo desde siempre prefirió y preferirá lo más pequeño, lo aparentemente irrisorio, casi ridículo, para desafiar la sagacidad y la sabiduría del mundo adverso.
Después, en la encrucijada de la historia, habrá que permanecer solos próximos al Uno: bajo la Cruz una mujer permaneció; frente al Sepulcro vacío, una mujer lo reconoció. Cuanto más descienden las cifras, más la historia se convierte en femenina. Hasta la cifra más pequeña. Uno, más bien una, María de Nazaret.
A bajas cifras -que no significa pequeñas dosis, visto como el porcentaje de calidad desafía lo humano- corresponden medidas y perspectivas ilimitadas. Espacios no mensurables: la salvación y la condenación, la bondad y la maldad, el significado y la insignificancia. Tiempos no sujetos a medida: el Eterno, la Eternidad, el siempre de Dios. Por cierto: de lo pequeño a lo inmenso, al Infinito de la Eternidad. Tú y Él a solas: dos personas. Quizá dos o tres testigos contigo y con Él: cinco. Lo máximo es una comunidad, que es la suma de una historia junto a otra. Porque Él confía su Presencia a tal lógica: bastan dos, máximo tres y Él está allí. Estuvo y estará siempre. Y siempre con la misma combinación: pequeñas cifras revestidas con verbos que hacen olor de intimidad, de palabras compartidas, de miradas encontradas. De la comunidad más pequeña que exista, a la ganancia máxima que el Cielo conceda. “Habrás ganado a tu hermano”. Ganar: voz del verbo “rescatar” en cuyo eco resuena y late fuertemente el verbo salvar, proteger, custodiar. Amar.
Los pasos en la Escritura son siempre pequeños. Las revelaciones son siempre pequeñas revelaciones: también los sueños son siempre pequeños sueños. Como las cifras, las presencias, los amigos de Cristo. Poquísimos al principio para después aumentar desmedidamente: el céntuplo en esta vida y después la vida eterna, cosas de vértigo para el más empedernido de los hermanos de Judas. Ya sabéis…
Lo contrario siempre es peligroso: prometer a lo grande, para no dar nada. Lo corrobora la historia, está escrito en las crónicas, lo leemos en los periódicos: números exorbitantes al principio para después quedarse con un puñado de arena en la mano. Un puñado de palabras arrugadas y decepcionantes. Cristo lo sabe y no se arredra. No le importa pero tampoco engaña: mejor la confianza en los pequeños números, que la arrogancia de las grandes cifras de la exageración. Que en resumidas cuentas es la hermana gemela de la decepción.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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