domingo, 3 de noviembre de 2019

La conversión de Zaqueo


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Seguramente se lo había dicho más de uno: “¡Zaqueo, cálmate un poco y corta el rollo!”Se lo habían cantado sus amigos, pocos y más interesados en su dinero que en su comportamiento. Si continúas así, antes o después, alguien de aquellos a los que estrangulas perderá la cabeza y te las hará pagar. Se lo habrían reprochado sus víctimas, tantas y tan exasperadas. ¡Nos quieres hundir, pero estate atento: antes te arruinamos nosotros y que después pase lo que tenga que pasar! A él, esta vez, se le ha metido entre ceja y ceja el ver a Jesús. Pone toda su buena voluntad: no se deja desanimar por los obstáculos y no se vendrá abajo hasta que concluya la empresa. Él, el recalcitrante tramposo de Jericó, esta vez desafía al ridículo con tal que pueda ver quién es ese Jesús. Como alguien que debe hacer la mudanza, se ha quitado el manto y lo cuelga al salir de casa. Zaqueo se despoja de la propia respetabilidad y la cuelga en las narices de la gente. Lo ha decidido: pasará de las bromas y de los chistes que harán sobre él. Todo por verle. Cara a cara: lástima que no se imagine el resto. 

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Aquel hombre pasa y lo desenmascara, lo atrapa como hacen los sabuesos con la presa, lo saca fuera de la muchedumbre: ¡Baja de prisa! Lo saca del nido como un pájaro entre el ramaje: ¡Baja de prisa! ¿Deseas conocerlo? ¡Qué va! Esta vez aquel Caminante taciturno quiere más: “¡Hoy debo hospedarme en tu casa! Lo nunca visto antes: la urgencia de las cosas que hay que hacer lo antes posible. “Zaqueo, conviene que entre pronto en tu casa”. Te conviene a ti: Dios te está buscando. Dios te ha atrapado. No te lo pierdas; si no, estarás perdido. “Veloz, ábreme la puerta: conviene que yo entre en esa casa desordenada” Esta vez Cristo tiene prisa: también Dios tiene prisa. Sin embargo nos han enseñado que Dios es paciente: puede esperar años y años, incluso milenios. Por otra parte su calendario no coincide con el nuestro. Pero cuando ve que la salvación está madura, entonces tiene una prisa terrible, casi incómoda para el destinatario de aquella orden de busca y captura de parte del Cielo. Imposible esconderse más allá de un abrir y cerrar de ojos. Entonces baja; bueno, más bien se precipita desde el árbol. 

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Los dos marchan, entre el escándalo general de la muchedumbre: de vez en cuando Dios debería calmarse, sus provocaciones parecen ocasionar un disgusto generalizado. Por otra parte Zaqueo está estupefacto por lo que le está sucediendo: desde siempre la Escritura atestigua que podemos saber dónde hemos encontrado a Cristo, podemos incluso recordar la hora -las cuatro de la tarde de Juan y Andrés-; pero después del encuentro no se sabe bien dónde vamos a parar. La gente no comprende: tampoco esta vez la multitud de corazón endurecido y de fatigada imaginación entiende. Se escandaliza. Cuando no comprende, gritos de escándalo, también respecto a Cristo: “Todos murmuraban entre ellos y decían: se ha ido a alojar con un pecador”. Tienen razón: malditos tramposos, junto al daño el escarnio. Parece claro. Si se hubiese hospedado en mi casa hubiera sido mejor: una casa honrada, digna de acogerlo. Nos queda el hecho extraño y molesto: en casa de Zaqueo “ha venido la salvación”. La casa del jefe de agenciados de la aduana, probablemente un ladrón, se ha convertido en una iglesia. Y nosotros murmuramos en el exterior. En vez de quitarnos el sombrero y arrodillarnos. 

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“Y lo recibió lleno de alegría”
Zaqueo está ocupado, quizás pensativo: el sermón sólo espera un momento. Pero ahora llegará: paciencia. Aquí dentro, lejos del gentío, cualquier cosa que diga será insoportable. En cambio el tiempo pasa y el Maestro no dice nada, no pide nada. No habla, no reprocha, no pregunta. Entonces Zaqueo decide. Si no habla Él, lo haré yo. Porque es justo que así sea: “He aquí que la mitad de mis bienes, Señor, la doy a los pobres y si a alguien he defraudado le restituiré cuatro veces más”. Un legado que se ejecuta sin dilación. ¡Stop, Zaqueo! Párate: hoy la salvación ha entrado en esta casa. Cristo pasaba con prisa por Jericó: había que levantar a un hombre que había caído demasiado en alto. Y Cristo se ha jugado el tipo: por la enésima vez. Y no será la última. 

Mn. Francesc M. Espinar i Comas

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