En el colegio aprendíamos de memoria los sonetos de Lope de Vega y las poesías de fray Luis de León, el “A Buen Juez Mejor Testigo” de Zorrilla y las “Rimas” de Becquer. Es decir, se repetían continuamente antiguas palabras, sueños desvanecidos, conceptos usados. Los profesores de Sagrada Escritura en el Seminario nos invitaban a una actualización de la memoria a través de la Palabra de Dios, a huir de una repetición del pasado. ¿Con qué fin? Que la memoria bíblica se convirtiese en memorial, es decir que el pasado no fuese un recitado sin sentido sino que fuese como si lo viviéramos por vez primera. En una palabra, tú eres protagonista en directo de un Cristo que busca refugio en tu pecho, que se insinúa en tus pensamientos, que te despierta de tus somnolencias. ¡La Eucaristía! La emoción de un Dios que se te acerca a ti tal como eres: pecador y esclavo, pasota, cobarde y podrido. Sucio, espléndido e irreverente. Asombrado, escandalizado o indolente. No importa: Cristo entra. A veces siento el temblor de mis manos en el acto de la consagración: el gesto máximo del sacerdote. Sientes sobre los hombros encorvados el peso de lo divino, la ternura de tu debilidad de hombre, el poder de un misterio difícil de alcanzar. Que te secuestra liberándote. En tus manos sucias, el Corpus Christi. A veces me pierdo en los ojos de quien se acerca a comulgar: el asombro y la rutina, la emoción y la espera. El aburrimiento, la melancolía y la desgana. “Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre”.
Lástima que nos hayamos acostumbrado a este pan: ya no nos dice nada. Algunos susurran un “amén” por lo bajini, otros se molestan por las incomodidades de la fila, alguno lo toma como un caramelo. Algunos se lo creen de verdad y casi les ves llorar. Sollozar. Contemplas una lágrima que les atraviesa la mirada sonriente y fugitiva. Porque ésta es la Eucaristía: soltarte, agarrarte y dejarte llevar por la ola de Jesucristo. Recorrer senderos inéditos, trazar rutas de fantasía, trastornar tus proyectos. Quien celebra la Eucaristía se siente más libre, sabe que es un hombre pero no ya un hombre. Sabe que no merece la Eucaristía. Conoce aquel abrazo que te hace repartir, que te reorienta el camino, que traduce la debilidad en poder inaudito. Quien cree en la Eucaristía no está plegado de manos sino que está arremangado. Si la cabeza está ligeramente inclinada no es por un desviado misticismo, sino para entrever por las fisuras, caminos nuevos por los que lanzarse. Porque en el aroma de aquel pan partido anida la fuerza de los sueños. Te conviertes en un insatisfecho. Un intolerante ante las medias tintas. Alguien decidido a perderlo todo por intentar la aventura de la desnudez más pobre ante Dios. Y cuando Dios está por medio, soñar es un deber. Porque el sueño te permite imaginar una realidad diversa, porque impide dormirte en los laureles. El sueño te desvela, te pone en pie. Cuando en el mundo acontece algo nuevo es porque hay soñadores maravillosos e incurables, que se obstinan en imaginar una realidad diferente. Nueva. Fuera de la banalidad.
Desde siempre me ha fascinado la gente que celebrando la Eucaristía ha imaginado un mundo diverso. ¡De ser sacerdotes! De ser libres: de levantarse y de rebajarse, de construir, destruir y repartir. De convertirse en loco por Dios. Es posible que tanto a ti como a mí, te entreguen folios ya escritos. Y te inviten a repetirlos hasta la saciedad. Te dan a entender que la página ya está escrita, que está ya llena, que no caben más palabras. Que todo está en orden. Pero tú, si eres un hombre eucarístico, fijas tu mirada en los márgenes, en aquel espacio todo en blanco, virgen, no usado. Es decir, adviertes la posibilidad de anotar intuiciones, intentar empresas, disociarte de lo ya dictado y escrito. Los márgenes son los espacios futuros que te regala la Eucaristía: se vive al margen. Pero también se escribe en los márgenes. Los poetas anotaban sus correcciones en los márgenes. ¡Que perfeccionaban y embellecían sus textos!
Los famosos Padres del desierto nos legaron una serie de dichos y de apologías espirituales muy sugerentes. En una de éstas se recuerda el gesto extravagante de uno de ellos en relación a un discípulo que le preguntaba cuán intensa tenía que ser la unión con Dios. El maestro lo hizo bajar al Nilo y le cogió la cabeza hundiéndola en el agua al punto del sofoco. Cuando desesperado el discípulo consiguió levantar la cabeza sacándola a flote escuchó una pregunta: ¿Qué es lo que más has deseado en estos terribles instantes? “El aire” -respondió naturalmente el discípulo. “Pues bien -concluyó el maestro-, has de desear la comunión con Dios con la misma intensidad con la que necesitas el aire que respiras”.
La Eucaristía. La celebro al alba, apenas los sueños ceden su puesto a los primeros pasos. A mediodía, cuando el sol en el cénit se muestra majestuosa lumbrera de fuerza y acontecer. Al atardecer, cuando el alma se serena ante el remanso de las aguas de la febril jornada. Es una exigencia, una pasión, una emoción. Saludamos juntos a la aurora. Acompañamos la carrera del sol. Le damos las buenas noches al unísono. Yo y Él, Él y yo: El gigante y el niño. La perfección y el pecado. El orgullo y la misericordia. Arrodillado, con las manos extendidas a punto de consagrar, con los pies temblorosos advierto de nuevo el aroma del pan entrar en la piel. El sabor del riesgo. La aventura de la libertad. Cuando salgo, me parece que vuelo. O corro. O camino...
¡Qué deseo loco de incendiar el mundo y abrasarlo! ¡Dentro de aquel cuerpazo de escándalo!
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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