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Giotto: Las bodas de Caná |
Se marchó. Partió. Y ya nadie podrá detenerle. Y en el capítulo final de su historia, un puñado de clavos y un madero desnudo le esperarán: nada podrán ni siquiera aquellos que desde el inicio lo tildaron de agitador de las esperanzas, y esperanza de quien ya no la tenía. Allá arriba, justo tras el Gólgota de la desesperación, una brisa de primavera hará que en la mañana hebrea germine la certeza de que la vida no muere. De tal manera que aquel parón de tres días en realidad será un nuevo trampolín para la Vida misma. Treinta años atrás -en el momento de los Magos y los Pastores- había villancicos, inciensos aromáticos y aroma de pan. Hoy, en medio del pobre banquete de la fiesta, hay seis ánforas de vino sin una gota de vino: se transformarán en racimos apenas prensados y convertidos en excelente vino. Mañana allá arriba, tras la alegría y la algarabía de Jerusalén, el silencio de las peores noches y una esponja con el vinagre: altísimo reconocimiento para quien ha bebido un vino de solera en el salón de Caná de Galilea. Así funcionan los hombres.
Se marchó porque era necesario partir: había una humanidad exhausta de tanto esperar. Partido porque una mujer -que la historia llamará “hija de su Hijo”- lo empuja con dulzura y le abre los ojos (a Él que un día se mostrará especialista abriendo los ojos a los ciegos): “No tienen vino”. No hay vino, no hay fiesta: “haz algo, hijo mío”. Y las mamás lo pueden todo: son ojos que anticipan la historia porque son capaces de leerla desde dentro. Partido contra su voluntad: “no ha llegado mi hora”. Que es como decir: déjame en medio de esta última pereza de la vigilia: aún cinco minutos en el silencio de mi casa, déjame saborear la dulzura de Nazaret, el silencio del taller de mi padre. Desde mañana todo será un sin parar. ¡Un ratito aún, por favor! Partido porque ella no cede. Esta vez es la mirada que lo condena a levantarse: ¡no tienen vino! Ella ha nacido mujer: ¿Por qué empezar de mala manera la aventura de una joven esposa? Las mujeres están tan unidas a los detalles, a las pequeñas cosas, que privarles en los inicios de la alegría es como privar a la primavera de la borrachera del viento de marzo que te enreda el cabello.
Y sin embargo se va: es una mujer la que anima los primeros pasos de aquel Hombre que de pequeño aprendió de ella a estar en pie. Hoy es ella a señalarle los primeros pasos de hombre: “marcha, Hijo mío, y que Dios te bendiga”. Lo seguirá por los senderos tortuosos de Galilea, guardará silenciosa los elogios de quien un día le gritará: dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron”. Lo escrutará desde lejos, dulcemente madre: custodiará los pensamientos dejados en el sendero, alejará tristes presagios, recogerá confidencias y temores de aquel grupo que pronto se escogerá, permanecerá en pie bajo el peso de aquel Madero al que lo colgarán: Él, Hijo único de Madre virgen. Y después se volverán a abrazar en el alba de Pascua, en aquella aurora que tendrá el sabor del reencuentro.
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Sísifo (Tiziano-1548/ Museo del Prado) |
El objetivo del cristiano no es una bienaventuranza privada, es el todo. Él cree en Cristo, cree pues en el fututo del mundo, no únicamente en el propio futuro. Sabe que este futuro es más de cuanto él se puede procurar. Sabe que hay un Sentido que no puede destruir. Pero debido a esto ¿permanecerá mano sobre mano? ¡Al contrario! Justamente porque sabe que hay un sentido, puede y debe llevar a cabo la obra de la Historia; aunque desde su pequeño rincón, tendrá la impresión de que su esfuerzo sea como el trabajo de Sísifo y que la roca del destino humano esté continuamente suspendida en el aire, edad tras edad, para después volver a caer hacia abajo, volviendo vanas las precedentes fatigas.
Quien cree sabe que se va hacia adelante, que no se gira alrededor. Quien cree sabe que la historia no se parece a la tela de Penélope, tejida y destejida continuamente. También el cristiano podrá ser asaltado por las desconcertantes pesadillas de la angustia frente a la aparente esterilidad del obrar humano. Pero en su pesadilla penetra la voz salvífica y trasformadora de la realidad: ¡tened ánimo, yo he vencido al mundo! (Jn. 16, 33) El mundo nuevo, simbolizado en la imagen de la Nueva Jerusalén con la que la Biblia concluye, no es una utopía, sino una certeza tras la que vamos al encuentro en la fe. Hay una redención del mundo: he aquí la firme confianza que sostiene al cristiano y que lo convence de que también hoy vale la pena ser cristiano.
Ante las tinajas, en un instante de soledad, la contempla por la última vez: adiós madre, ha llegado el momento de separarnos ante esta agua. Te lo aseguro: se convertirá en vino. Y no acabará aquí: un día transformaré también el vino. Partió: y ya nadie podrá detenerle. Y con él se ha puesto en marcha la máquina de los milagros: algunos los hará a regañadientes, otros los hará convencido: los sábados será él el que los buscará para mostrar que el hombre es más importante que el sábado. Quizá María no sabía lo que había encendido, quizá no se imagina hacia dónde lo llevará ese camino que ahora el Hijo recorre. El Bautista lo saluda y orienta hacia Él al pueblo: “He aquí el cordero de Dios”. María le abre los ojos: ¡no les queda vino! Él se va. Después de treinta años de espera, quizás ha llegado su hora: de ahora en adelante el mundo se convertirá en un lío colosal, una eficientísima ambigüedad, en una maraña de emociones. Simplemente porque un hombre se ha marchado. Y es que hay hombres que dejan huella. Y dan un adelanto transformando el agua en vino. Para que ninguna casa se vea privada de la fiesta del corazón.
Mn. Francesc M. Espinar Comas