¡Convertirnos, voz relacionada con el verbo volcar! En este domingo de Cuaresma resuenan fuertemente los gestos y las palabras de Jesús que realiza en el Templo de Jerusalén: vuelca los bancos de los cambistas y dice: ¡“no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado”! Palabras y gestos que necesitan superar una inmediata emotividad, la que sentimos apenas leído este episodio y que nos empuja a detenernos sobre la presunta “pérdida de calma” por parte del Señor, pero que sobre todo nos podría empujar, con una pizca de complacencia, a pensar que esos gestos y esas palabras no van con nosotros sino que van dirigidas (¡finalmente!) a todos los “profesionales de lo sagrado” que tan a menudo nos escandalizan, reduciendo la fe a un mercado de compraventa de favores divinos, acomodaciones, recomendaciones y escuálidos intereses económicos.
Todo eso es verdad; pero releyendo más veces este fragmento siento cada vez con mayor fuerza que esas palabras y esos gestos proféticos de Jesús van dirigidos a mí y a mi manera de creer, a mi relación con Él. He aquí pues la necesidad de que en este tiempo de Cuaresma el Señor venga a volcar, a trastornar de alguna manera nuestra fe, redescubriendo y restableciendo una buena relación con Él a través del Misterio Pascual. La semana pasada os decía que la mayor prueba de nuestra vida es la de fe: porque equivocarnos acerca de Dios es lo peor que nos puede ocurrir. Equivocarnos en nuestra relación con Dios realmente significaría no sólo transformar nuestra fe en un mercado, donde reina la confusión y se establece una relación con Dios falsa y desviada, sino que si Dios es amor, equivocarnos en nuestra relación con Él, significaría equivocarnos sobre el amor, sobre la relación con los demás y con nosotros mismos.
Esta es la razón por la que Jesús en este evangelio nos empuja a “volcar”, a tirar por tierra nuestra fe prostituida en alguno de sus aspectos:Todo eso es verdad; pero releyendo más veces este fragmento siento cada vez con mayor fuerza que esas palabras y esos gestos proféticos de Jesús van dirigidos a mí y a mi manera de creer, a mi relación con Él. He aquí pues la necesidad de que en este tiempo de Cuaresma el Señor venga a volcar, a trastornar de alguna manera nuestra fe, redescubriendo y restableciendo una buena relación con Él a través del Misterio Pascual. La semana pasada os decía que la mayor prueba de nuestra vida es la de fe: porque equivocarnos acerca de Dios es lo peor que nos puede ocurrir. Equivocarnos en nuestra relación con Dios realmente significaría no sólo transformar nuestra fe en un mercado, donde reina la confusión y se establece una relación con Dios falsa y desviada, sino que si Dios es amor, equivocarnos en nuestra relación con Él, significaría equivocarnos sobre el amor, sobre la relación con los demás y con nosotros mismos.
Jesús trastorna nuestra relación con Dios: el Templo y la Ley son para el pueblo judío el signo de la comunión con Dios. Jesús quiere purificar esta comunión donde la observancia escrupulosa de la ley y las prácticas cultuales del Templo, como la ofrenda de sacrificios, han ofuscado si no pervertido al absoluto en la alianza entre Dios y los hombres, que es la iniciativa gratuita del amor de Dios que libera al hombre y lo capacita para el bien. En la primera lectura esto aparece muy claro: “Yo soy el Señor tu Dios, que te ha hecho salir de Egipto, de la condición de esclavo”. El absoluto de nuestra fe es pues esto: hacer experiencia de la misericordia de Dios, de su Redención del todo gratuita e inmerecida a través de su misterio de muerte y resurrección.
Hacer una experiencia personal del amor totalmente gratuito de Cristo que nos salva, no porque nos convertimos en discípulos perfectos y devotos, sino porque hemos sido tocados en el propio corazón por este amor crucificado y resucitado que nos abre a la Vida verdadera y nos permite decir “creo en ti Jesús, confío en ti y me fío de ti”.
Jesús sabe muy bien que para recuperar al hombre hay que tocar el vacío de su corazón (Él conocía lo que es el hombre en su corazón). Sobre nuestro tejado está la elección de dejarnos tocar o no. Nuestra fe nace de hecho de una experiencia de orden afectivo (no sentimentalismo) donde Dios toca el corazón del hombre, su vacío, a través del amor pascual de Cristo que le regala el don maravilloso y gratuito de sentirse autorizado a vivir y sentirse justificado. No es Dios quien compra la benevolencia de Dios con los sacrificios en el templo, sino Dios que conquista el corazón del hombre con el sacrificio en la cruz, manifiesto evidente de su amor. Cada vez que celebramos la santa Misa entramos y tocamos ese templo que es el Cuerpo de Cristo.
Desgraciadamente Jesús encuentra en el templo y continúa encontrando hoy en día, hombres que alejándose de Dios o construyéndose una falsa imagen, se sienten empujados a construir su propia vida únicamente con sus propias fuerzas o se empeñan en reapropiarse de la benevolencia de Dios sólo con sus propias fuerzas. Son personas que desesperadamente buscan ser buenas, tener éxito, ser productivas, llegando incluso a ofrecer o destruir lo mejor que han producido en aras de un reconocimiento de parte de Dios o de los demás. Es esta idea de Dios la que lo trasforma en un Dios tirano, que transforma los diez senderos más seguros de la vida en 10 mandamientos; que transforma nuestra fe en religión y preceptos; que convierte al hermano en adversario.
San Francisco y el hermano León |
Jesús vuelca nuestro corazón: San Francisco de Asís a menudo invocaba a la “dulce violencia del amor de Cristo muerto y resucitado” para liberar y trasformar su corazón. El tiempo cuaresmal es un tiempo favorable para dejar que la fuerza de la Pascua de Cristo entre en nuestros corazones y vuelque aquellos mercadeos que ocupan y oprimen el templo de nuestra vida; tiempo propicio para recortarnos espacios que nos permitan contarle a Dios aquello que tenemos dentro de nosotros, a la luz de su Palabra; tiempo para pedir la valentía de la verdad que nos acompañe en decisiones que ayuden a trastornar nuestros modos religiosamente correctos tras los cuales descuidamos a menudo las más elementales exigencias de justicia y de honestidad en la vida de cada día.
La Cuaresma es tiempo para trastornar nuestros “sinceros” momentos de oración y de participación en la comunidad, mientras continuamos calumniando a nuestros hermanos; tiempo de volcar las prioridades de nuestra vida que a menudo esconden perezas con respecto a los caminos fatigosos del hermano pobre o enfermo; tiempo de abatir nuestras mentalidades mundanas mal revestidas o camufladas de sentimientos evangélicos, convirtiéndonos en maestros de compromisos acomodaticios respecto a la incomodidad del evangelio. ¡Ven, Señor, y con tu misericordia y tu amor toca y trastorna mi corazón!
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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