Los fariseos, los padres, el ciego: tres reacciones diferentes ante el milagro que Jesús lleva a cabo; tres actitudes diferentes ante Jesús, luz del mundo. Los fariseos se encierran cada vez más en su rechazo. Al principio parecen admitir el hecho de la curación: “¿Cómo has recobrado la vista? ¿Qué dices de aquel que te ha abierto los ojos?”. Pero acto seguido los más hostiles acaparan el debate y siembran la duda en el ánimo de la gente: “Después de todo, ¿quién nos puede probar que era verdaderamente ciego?” Después del último interrogatorio ya no buscan para nada la verdad. Buscan únicamente achacarle al ciego algún error en su versión de los hechos, haciéndole repetir los detalles del milagro. Y acaban insultando al testigo: lo culpabilizan de su desgracia. “Empecatado naciste ¿y pretendes darnos lecciones?
Es el drama de los fariseos: creen ver y se cierran a la luz; creen saber y repiten: “Este hombre no viene de Dios, pues cura en sábado” “Nosotros sabemos desde el último interrogatorio que este hombre es un pecador” “Nosotros sabemos que Dios ha hablado por Moisés”. Creen saber pero se convierten en ciegos. No los apedreemos. Más bien miremos qué ha sucedido en nuestra vida, en nuestro corazón, con la fe de nuestra juventud: qué hacemos cada día con la luz de Jesús.
Nuestro mundo, a pesar de su gran belleza, se encuentra enfermo. Sólo hace falta encender el televisor o abrir los periódicos para medir el ritmo en que las tinieblas avanzan sobre nuestros países y en nuestras sociedades, y cómo los hombres, responsables o no, se ofuscan en torno a las grandes cuestiones de hoy y de mañana. Jesús nos propone su luz, una luz siempre dulce, pero siempre exigente. Y en cambio nosotros nos aferramos a costumbres de vida o a modas caducas. Jesús aún hoy en día “trabaja” para iluminar el mundo; pero su mensaje encuentra en nosotros la duda, la rutina, a veces incluso la ironía. Incluso los padres del ciego dan un testimonio sesgado de la verdad: “Estamos seguros de que éste es nuestro hijo y de que nació ciego. Cómo es que ahora ve, lo ignoramos. Ignoramos quién le ha abierto los ojos. Preguntadle: es ya mayor. Que él mismo responda. Los fariseos dicen: « Sabemos ». Los padres dicen: « Ignoramos » y no desean saber. ¡Quiá! Su hijo ha sido curado después de tantos años de ceguera y ellos no quieren saber. Rechazan dar la cara por su hijo. Y esto para no perder su lugar en la sinagoga o la estima de sus vecinos de barrio. ¡Cómo nos hace cobardes el miedo a perder lo que queremos!
Pero es la actitud del ciego la que nos debe guiar en el trascurso de este camino hacia la luz de la Pascua. En principio no dice nada. Ha percibido la presencia de Jesús ante él, sin verle. Acto seguido ha escuchado palabras extrañas: “Mientras yo estoy en el mundo, Yo soy la luz del mundo”. ¿Pero cómo se puede hablar de luz con un ciego de nacimiento? Es sólo entonces que ha sentido el lodo aplicado sobre sus ojos, como si Jesús quisiese con esto significar: el Creador ha hecho al hombre con el barro de la tierra y yo lo recreo con un poco de lodo. Y el ciego ha obedecido, siempre sin ver nada. Ha acudido a la piscina de Siloé, la piscina del Enviado, se ha lavado en la piscina indicada por Jesús. Allí aún nada. Entonces se ha puesto en camino hacia la luz, hacia la fuente de su luz, hacia el conocimiento de Jesús. Y sus palabras reflejan bien el itinerario de la fe: en primer lugar habla del hombre que llaman Jesús. Más adelante afirma: “Es un profeta”. Y más tarde replica ardientemente a los fariseos: ¡Si este hombre no fuera de Dios, nada podría hacer! Algunos instantes después, y el hombre por fin ve con sus mismos ojos sanados. Jesús le ha dado la luz por vez primera, incluso una doble luz: la de los ojos y la de la fe.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
Mn. Francesc M. Espinar Comas
No hay comentarios:
Publicar un comentario