domingo, 26 de noviembre de 2017

Glosa Dominical


C:\Users\SISTACH\Desktop\arton1087.jpgEsta fiesta de Cristo Rey se sitúa en el corazón mismo de nuestra vida cristiana y en el centro de la misión evangelizadora de la Iglesia. Hemos pues de estar decididos a llevar a cabo el combate cristiano del que en sus Ejercicios Espirituales habla San Ignacio, resistiendo a todas las presiones que incluso dentro de la misma Iglesia recibimos, para alejarnos del Reino de Nuestro Señor Jesucristo, por esa casi apostasía que en la práctica constatamos entre no pocos creyentes. El objeto de nuestra fe es que Nuestro Señor Jesucristo reine en nosotros, en nuestra familias, en nuestra ciudades: “Oportet illum regnare” dice San Pablo. Es necesario que Él reine. 

¿Por qué el papa Pío XI creyó necesario añadir al calendario litúrgico una festividad particular en honor de Cristo Rey? ¿Era necesaria? ¿Acaso la realeza de Nuestro Señor Jesucristo no estaba suficientemente significada y expresada en todas las fiestas del año litúrgico? En efecto, si leemos los textos litúrgicos de Navidad, de la Epifanía, de las grandes ceremonias de la Semana Santa, y aún si cabe con mayor razón las de Pascua y la Ascensión, veremos que la realeza de Cristo se encuentra constantemente subrayada. Todas esas fiestas, y cómo no la de Corpus Christi, no hacen otra cosa que manifestar el reino de Jesucristo y su reinado. ¿Por qué entonces instituir esta fiesta de Cristo Rey?

Cuando el 11 de diciembre de 1925, al final del Año Santo, el Papa Pío XI instituyó la Solemnidad de Cristo Rey, la colocó en un contexto global en el que se alzaban -sobre todo en Europa- formas peligrosas de totalitarismo político: del nazismo al comunismo, por citar sólo los dos bloques opuestos y más absolutistas. La idea de gobierno que parecía emerger en ese momento, no era sino un deseo de dominio absoluto.

Era evidente que estos modelos, en consecuencia, estaban también alimentados por una ola de violencia que conduciría al estallido de la Segunda Guerra Mundial, y que representaban a los ojos del Papa, una seria amenaza no sólo para la humanidad, sino también de la dimensión espiritual de un mundo, el cristiano, que apenas podía reconocerse a sí mismo, en uno u otro modelo, y vio que todo era un intento de cuestionar la supremacía de Dios sobre el mundo y la historia, tal como la fe cristiana enseña. ¡Los hombres queriendo destruir el reino de Jesucristo!

Durante siglos, al mismo tiempo que las sociedades y los gobernantes iban reconociendo la realeza de Jesucristo, los que perseguían con odio al Evangelio y a la Iglesia de Jesucristo decidieron acabar con la Cristiandad, con el orden cristiano, con el reino de Jesucristo sobre las sociedades: fomentando disturbios para erradicar toda huella de Jesucristo y de su Iglesia en la sociedad. Tal como dijo el papa León XIII en su encíclica “Humanum genus” refiriéndose a la masonería: “su fin es destruir todas las instituciones cristianas”. Ese es su fin. Y no han claudicado en ello, tomando como primer objetivo destruir todo gobierno e institución que plantease una visión cristiana de la historia y la sociedad. Y no solamente eso. Para este fin han usado como instrumento destruir el reino de Jesucristo en las almas, creando un clima de apostasía general, un clima de ateísmo. Y el medio es arruinar la fe de las familias cristianas. Que las familias renuncien a Jesucristo. Si en ellas ya no reina su ley y su gracia, las vocaciones desaparecerán. Es lo que esperan. Esperan destruir la Iglesia por medio de la destrucción de la familia cristiana, llegando por este camino a los seminarios, los noviciados y las congregaciones religiosas.

Y ciertamente en la actualidad hemos de constatar que en principio están consiguiendo sus objetivos. E incluso una porción nada desdeñable de la Iglesia les presta ayuda y los secunda en esta apostasía. Lo constatamos por doquier. Son muchos los que afirman que el reino de Cristo en las almas y por consiguiente el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo es cosa de otros tiempos. Increíble pero cierto.



Y no sólo, según dicen, es imposible, como siempre afirmaron los agnósticos y ateos, sino inoportuno. Eso era cosa de la Edad Media, no de nuestros tiempos modernos. Y eso no les basta: admiten como principio que Jesucristo no debe reinar en la sociedad, pues eso es contrario a la dignidad humana. Ese concepto de la dignidad humana según el cual cada hombre debe tener la religión de su conciencia. Imponer en la sociedad el reino de Cristo sería violar la conciencia y la libertad y por consecuencia la dignidad humana. Es por esa razón que reclaman que los estados sean, no aconfesionales, sino laicistas. Tal como sucede actualmente en España. Lo malo es que ante todo esto los católicos no reaccionamos porque han sembrado en nosotros toda clase de complejos. Es por ello que esta fiesta de Cristo Rey les parece inútil. Y así lo escuchamos en boca de muchos sacerdotes e incluso obispos. Sin embargo escuchamos en el himno de esta fiesta: “Scelesta turba clamitat: Regnare Christum nolumus” (La muchedumbre impía clama: No queremos que Cristo reine”) “Te nos ovantes ómnium Regem supremum dicimus” (Nosotros, entre ovaciones, te  proclamamos supremo Rey de todos”.

Nosotros pues, nos oponemos al grito de la muchedumbre impía que no quiere que Cristo reine. Antes al contrario queremos y deseamos proclamarlo Rey. Anhelamos que Cristo reine no sólo en nuestras almas, sino en nuestras familias y en la sociedad.

Es la negación de pecado original lo que está en la raíz de esta apostasía. Si Nuestro Señor Jesucristo ha venido a la tierra y quiere reinar en todas las almas, en todas las familias, en todas nuestras ciudades, es precisamente para destruir tanto el pecado original como sus consecuencias: consecuencias abominables que conducen al infierno, que llevan a la muerte eterna. Él ha venido para otorgarnos la vida eterna. Si se niega el pecado original, Jesucristo no es necesario. ¿Y qué ha venido a hacer? Ha venido a alterar el orden de la libertad humana.

Pero si creemos que realmente hubo un pecado original y que todos los hombres están manchados por él con todas las consecuencias que conlleva el pecado original y que únicamente Nuestro Señor Jesucristo es capaz de curarnos de él, de darnos la vida, de purificarnos en su Sangre y darnos su gracia, de darnos su Ley, entonces hemos de girarnos hacia nuestro Salvador. Que Él sea nuestro Rey, que su Ley reine por doquier, que su gracia impere en todas las almas.

Si no existe el pecado original, los hombres nacen buenos y pueden desear lo que quieran, según su libertad y su conciencia. En otro himno de esta fiesta rezamos: “Gens et regnum quod non servierit tibi, peribit” (La nación y el reino que no te sirva, perecerá).


¿Qué tenemos pues qué hacer ante esta situación? Desear el reino de Jesucristo, rezar con todo nuestro corazón, con toda el alma, especialmente en esta fiesta, pedir a Nuestro Señor que reine, que nos ayude, que venga en nuestro socorro. Dios sabe que nos ha dado todos los medios para salvarnos. Pero ante esta situación aparentemente insoluble ¿qué más podemos hacer? Pues lo que Jesucristo quiere que hagamos: sacrificarnos, es decir, santificarnos, resucitar la gracia que un día recibimos en nuestro bautismo para borrar el pecado original y todas sus secuelas. Bien sabemos que aún tenemos en nosotros esas heridas que el pecado original infligió en nosotros, que las llevamos en nosotros: y que hemos de luchar constantemente por la gracia de Jesucristo, a través de la oración, recibiendo digna y frecuentemente los sacramentos a través de la asistencia y participación en la Santa Misa. Sabemos que así purificaremos nuestras almas y éstas se santificarán y que nuestras almas harán reinar en ellas la ley y la gracia de Jesucristo. Y no hemos de hacerlo sólo por nosotros. Tenemos una misión, una vocación aquí en la tierra. No vivimos solos, aislados. Tenemos que hacer que Él reine en nuestras familias, en nuestros ambientes de trabajo, en nuestros barrios y ciudades. A través de nuestras buenas obras haremos ya presente su Reino en todo lo que hagamos por el bien de nuestra ciudad y de nuestro país. 
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Cruces de Matagalls y de Pedralbes. (Izquierda y centro) y Calvario en Bretaña (derecha)

Ha llegado el momento en el que los verdaderos católicos nos demos cuenta de la situación actual, de nuestro entorno que cada día se degrada más y más, año tras año. Nuestro pueblo aún no ha perdido del todo su fe católica. Aún hay mucha gente que cree, gente que aún tiene la verdadera fe católica. Hay que reunirlos, hay que despertarlos. Tenemos que hacer que entre nosotros reine la unidad, que todos los que tienen profundas convicciones católicas asuman responsabilidades. Es asombroso ver cómo en países de honda tradición cristiana, sus gobernantes  o atacan los valores cristianos o se avergüenzan de ellos, queriendo instaurar leyes anticristianas que pretenden socavar los fundamentos de nuestra civilización. Atacan la enseñanza católica, instauran proyectos legislativos abominables que atentan contra la juventud: aborto, permisividad sexual, droga, leyes educativas malsanas.Lobbys anticristianos minoritarios que consiguen marcar la marcha de la sociedad, dominando por completo el mundo. 

Y todo ello es posible porque los católicos están convencidos de que no deben entrar en el ámbito público. Tienen miedo de hacerse presentes en el mundo de la política. Bien al contrario, deben comprometerse en ese sentido para impedir que todo lo malo se instaure; deben manifestarse públicamente, asumir responsabilidades por el bien de las almas, para instaurar el reino de Cristo en el orden social a través del compromiso social y político. 

En este orden hay un enorme déficit de los católicos fieles a su fe. En aquellos pueblos en que los católicos son creyentes convencidos, deben tomar las riendas de la política, asumir responsabilidades municipales. Y lo mismo en los estados. No hay que tener miedo a asumir responsabilidades. Y eso no es hacer política de partido, colaborar con la mala política; eso es simplemente buscar el reinado social de Jesucristo. ¿De qué otro modo esperan estos católicos impregnar a la sociedad del bien de que son portadores?

 Y es por ello que hemos de rezar y animar a todos nuestros amigos y conocidos, a todos aquellos que están capacitados para asumir responsabilidades políticas, a participar en la vida pública. En la vecina Francia mucho ha cambiado en los últimos decenios en este sentido. No podemos imaginarnos cómo ha cambiado la vida en cientos de pequeños municipios e incluso en ciudades de una cierta importancia. Y enseñar a los fieles a votar con conciencia católica. Creo que es una de las enseñanzas en esta fiesta de Cristo Rey. Como decía santa Juana de Arco: « Combatamos, recemos y Dios nos dará la victoria” Si creemos  que es imposible, que no se podrá, que es demasiado difícil, que no podremos cambiar nada, entonces sí que no podremos invertir esta realidad. Pero si contamos con la gracia de Dios, Dios estará con nosotros. Dios quiere reinar, Él quiere el bien de las almas. Y si en consecuencia los católicos se unen, rezan, hacen sacrificios y militan en favor del reinado de Jesucristo, podemos contar con el auxilio de su gracia. Con la ayuda de la Santísima Virgen que es poderosa como un ejército en orden de batalla, con la ayuda de los santos, del arcángel San Miguel, de los santos patronos de nuestros pueblos y ciudades. Invoquémosles y pidámosles que Cristo reine en nuestros países, para salvar las almas de las generaciones futuras, salvar las nuestras y reconstruir desde sus fundamentos la civilización cristiana y el dulce reinado de Nuestro Señor Jesucristo.


Mn. Francesc M. Espinar Comas  

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