domingo, 19 de junio de 2016

Glosa dominical

Reflexión a modo de notas hacia dónde nos orienta la liturgia dominical
 ENCUENTRA LAS DIFERENCIAS
En los pueblos pequeños  -sea una aldea perdida en Asturias, un pueblecito pirenaico o palestino en tiempos del Nazareno- la gente murmura: es una ley de la que no se salva nadie, ni siquiera el Cristo de los evangelios. En el camino que va derecho a Cesarea de Filipo es como un dardo encendido la pregunta a quemarropa a aquella tropa de valientes que desde años van detrás de sus huellas:“¿Qué dice la gente de mí? ¿Quién dice que soy yo?”. ¿Qué le debe importar a Jesús lo que dicen de Él los hombres de la aldea o los del lago? A Él, que por otra parte tenía el poder de leer los secretos más ocultos y dar voz al más simple trazo de una mirada, tal como sucedió el domingo pasado en casa de Simón el fariseo. De hecho, Jesús no pregunta para saber sino para que quien lo está siguiendo sepa -ahora que estamos yendo hacia Jerusalén, hacia el cumplimiento de una aventura tan exigente como significativa- quién es Él verdaderamente. A la pregunta, una respuesta: “algunos dicen que Juan Bautista, otros dicen que Elías, otros que uno de los antiguos profetas ha resucitado”. Y Él calla: ¿cómo pueden condicionarle estas respuestas superficiales de los extraños? La definición que busca es la de ellos: de su conocimiento dibujarán los pueblos, como en la fuente de un pueblo, el relato de su Presencia. El suyo era un nombre que no podía salir de nadie que no fuese ellos, fragmentos de una humanidad seducida: sobre la orilla matutina del lago o al atardecer en el telonio de los impuestos, poco importa. Él busca la confesión de amor más diáfana y transparente: ¿y vosotros quién decís que soy yo? Si fallan ellos, todo se complica.
No se pierde el tiempo, las palabras casi irrumpen de aquellos corazones enardecidos por el amor. Quizás ni el tiempo de validarlas a la luz de la razón, de descomponerlas para sopesar la precisión gramatical. No, son palabras que surgen a bote pronto del corazón. Del corazón de Pedro, de aquel pescador que jamás se hubiera sentido capaz: “Tú eres el Cristo de Dios”. Más de sesenta generaciones de multitudes han llegado a esta confesión: el primero que lo siguió, el primero que lo reconoció, el primero que lo traicionó, el primero que pagó el arrepentimiento en la mañana de Pascua. Pedro es el primero que reconoce en aquel caminante -que un día les acreditará la extrema posibilidad de huir de su presencia- la eternidad que habita en sus palabras. Vendrían ganas de preguntar: ¿Y hasta aquel día, Pedro? ¿Nadie había reconocido la eternidad de su presencia? ¿Quién lo sabe? Quizás no: ¡quién podía imaginar que de un plebeyo como ellos, obrero como otros mil, simple entre los simples, pudiera venir la solución de aquel desafío que había animado a los profetas, hecho cavilar a enteras generaciones, convirtiendo en miopes a viejos exploradores que buscaban anticipar su rostro! Él es el Cristo, el Hijo de Dios. Y el otro será Pedro, la Roca. Una pregunta, dos respuestas.  

Una Iglesia con doce ciudadanos, que después se convertirán en una multitud que rozará los confines del orbe. No será una aventura de jugadores, porque a aquella respuesta va unido el verdadero rostro del Hombre de Nazaret. “El Hijo del Hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y escribas, va a morir y resucitará al tercer día”. Ahí tenéis la angustia de Cristo: que la gente no lo tome por un malabarista, por una panacea universal o un recurso provisional. Porque una imagen equivocada podría impedir a muchos el acceso a su hospitalidad. Lo deben saber sus discípulos, que lo relatarán como Buena Noticia a la multitud, que la transmitirán de edad en edad: a la Resurrección se llegará a través de la “dirección obligatoria” del Monte Calvario, un puñado de metros sobre el nivel del mar pero un baño de sudor y sangre para recorrerlo. Los obstáculos confirmarán la dirección adecuada.
No debe existir ningún espejismo en quien se adentra en tal desafío: porque “quien querrá salvar la propia vida la perderá, pero quien la perderá por mi causa (y del Evangelio) la salvará”. Honesto, sincero, simplemente Dios. He aquí el porqué de aquella pregunta: ¿La gente (y vosotros) quién dice que soy yo? No es el chismorreo de un salón de peluquería: es la preocupación de un Rostro al que le interesa ser claro. Para no ser peligrosamente malentendido. 

Fr. Tomás M. Sanguinetti

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