domingo, 12 de junio de 2016

Glosa Dominical


Reflexión a modo de notas hacia dónde nos orienta la liturgia dominical
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LA PROSTITUTA Y AQUEL CLIENTE QUE VALE LA PENA
La invitación ha sido aceptada: esta noche será la velada de Simón el Fariseo. Todo ha sido preparado hasta los más nimios detalles: por otra parte el Invitado es el Hombre más discutido en las plazas de la zona. Cuando entra -Él no es de aquellos que se echan para atrás- no parece mostrar reserva o desconfianza, aunque podríamos asegurar que ya les tiene a todos tomada la medida, uno a uno: y con solo mirarles el rostro. Sin embargo a un cierto momento la escena se complica: una mujer no invitada entra en casa. Es una intrusa, no farisea, no “rabínica”, no culta: una reputada pecadora (con perdón). Él lo sabe, pero parece no avergonzarse: se informa dónde está Jesús y va hacia Él. Quiere encontrarle. Y para encontrarle rompe las reglas de la etiqueta, se enfrenta al riesgo del rechazo, la incomprensión, el desprecio, la condena.
Entra con un vaso de alabastro y se encoge bajo la mesa llorando a sus pies. Jesús arriba, ella abajo. Una mujer que entra en casa sin invitación, por lo menos tiene interés en hablar con el Maestro: al menos se espera alguna palabra. Nada: ambos permanecen en silencio. O mejor: hablan sin hablar. Imagina: la mujer no consigue hablar, se emociona, llora. ¿Por gratitud, arrepentimiento, amor, conmoción? ¡Quién lo sabe! Y el Maestro parece mudo: al llanto responde con el silencio. No cambia posición: inclinado hacia la mesa, y la mujer llorando a sus pies. ¡Qué imagen de ternura! Las murmuraciones de los presentes -Jesús siempre parece distraído pero nada se le escapa- dicen que con su cuerpo aquélla era una experta, con sus manos, con su boca, con sus cabellos. Los mismos que hoy usa para con Jesús. Aquella mujer conoce el arte de amar. Y de hacerse amar y mimar. Paciencia con la mujer: es de la mala vida y siempre lo será.
Simón está irritado por la actitud de Jesús: ¿qué dirán los otros fariseos? Perderé la reputación, dirán que he contagiado a todos, que la he invitado yo, que lo sabía todo, que podía echarla -piensa para sí Simón-. Un brote de sentimientos: pero como perfecto fariseo, jamás los habría manifestado en público. Es suficiente: el Maestro lo rodea. Esta es honestidad: Simón firma la guerra y Jesús combate. Por vez primera el Acusado toma la palabra: “Simón, tengo algo que decirte” Fenomenal, Cristo: podría defender a la mujer y entablar una discusión sobre la etiqueta. Nada: escoge contar una historia. Simón le dice: “Dime, Maestro”. No te engañes con la aparente educación del fariseo: el original griego expresa la impaciencia de quien está acusando. Como si dijese: “Es hora de que me des una explicación”. Y Jesús, paciente, le cuenta una historia.  Escucha, Simón: Un acreedor tenía dos deudores. Uno le debía 50 denarios, el otro 500 (quinientas jornadas de trabajo de un labrador- año y medio) Les condona la deuda a los dos porque no pueden restituírsela. ¿Quién estará más agradecido? “Supongo, imagina el corazón de Simón, que aquel a quien más le perdonó”. Y Jesús le invita a dar un salto: de la historieta de la deuda al relato de lo acontecido en su casa. “¿Ves esta mujer?” Jesús le obliga a mirarla. ¡Qué golpe bajo! Y empieza a reprochar como una ametralladora. Simón le ha querido intimidar y ha de pasar cuentas. Y Jesús le clava el resumen de la velada: no me has lavado los pies, no me has besado, no me has perfumado…
Ella en cambio, todo lo contrario. Simón cabizbajo, ruborizado: porque es inteligente. Sin especificárselo (poder magistral de Jesús) le ha hecho comprender que quien no ha respetado la ley ha sido él. Y con delicadeza le ha hecho sentir un gusano. Le ha explicado que la verdadera anfitriona de casa ha sido ella. “Suerte que estaba ella, en caso contrario, Simón, me hubiera sentido incómodo.” ¡Chapeau! Esto es elegancia. Decidido a arremeter contra aquella mujer que consideraba pecadora y es él el que se descubre pecador. No lo acusa directamente, pero le dice: “Tú también, Simón, eres pecador” Él no lo sabe: se pensaba puro, perfecto, santo. ¡Tómate esa! Su Huésped, para el que había preparado pan ázimo, verduras hervidas, unas chuletas de cordero y frutos secos como postre, le da un bocado a su orgullo, aunque con elegancia. “Simón, tengo algo que decirte”.
Imagina la conclusión. No hablan los comensales. Pero hablan. Y Cristo no puede callar. Como una vieja balanza que intenta equilibrar los platillos, la mirada de la mujer se aferra a la del Maestro que le dice: “Tus pecados te son perdonados”. Seductor. Encantador. Sublime: las palabras no aguantan el poder de aquella mirada. El Evangelio es increíble. No se ahorra ni una. Acabado el turno de Simón, el flash va en busca de los otros comensales. ¿Verdad que te acuerdas? ¡Estaban cenando! Maravilloso: los comensales empezaron a decirse para sí: ¿quién es este que perdona los pecados? Igualitos que Simón: no osarían jamás hablar en voz alta. Pero el microchip del evangelio los desenmascara. Resulta desastrosa para el hombre la puntualidad evangélica. Les responde hablando de la mujer. Puro arte. Como cuando alguien te habla y no le miras a la cara. Lo escuchas pero no te giras. Lo percibes pero no quieres verle el rostro. Y cuando te pregunta, respondes mirando a otra persona. “Vete en paz: tu fe te ha salvado” Por favor, señores, que pase el siguiente…
Con astucia esta vez, para evitarles el ridículo: los pecadores no deben temer al Evangelio, sólo  los justos. ¿Verdad, Simón? 
Fr. Tomás M. Sanguinetti

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