domingo, 6 de marzo de 2016

Glosa dominical


EL CABRITO Y LAS PROSTITUTAS: SUCEDÁNEOS DE DIOS
Con el patrimonio en el bolsillo prematuramente. Aquel hijo está hasta la coronilla del ambiente de casa: mejor los cerdos, las bellotas y las mujeres. Historia bien conocida y bien común, desgraciadamente. Historia que más que implicarnos nos conmueve, historia de un hombre y de un Dios que se buscan mutuamente. El hijo marcha porque Dios le deja libre, porque sin libertad no son posibles aquellos movimientos del corazón que Él busca. Dios te deja marchar. Siempre. Aunque el riesgo de no volver a verte sea grande. Te deja marchar: después se asoma a la ventana. ¡Y cuando te ve en el fondo del callejón sin salida, te transforma!
Seis verbos para saborear: “Lo vio”. El hijo aún está lejos. Quizás el hijo aún no vislumbra al Padre. El hijo va cabizbajo. No importa: el padre lo ve. Ojos que se abren. Ojos que buscan. Ojos que lloran.
“Se conmovió”. El tiempo para ver el contorno de aquel hijo nostálgico; y el corazón del Padre tiene un vuelco: se conmueve. Se conmueve porque tiene un corazón de padre y uno de madre. Porque custodia la severidad y la ternura, la mirada severa y el alma delicada. Se conmueve porque su mano es una caricia. Mano que consuela, Mano que nutre. Mano que alienta. Mano que dice: “Buenas noches”. Mano que espera. Mano tendida, mano que construye, mano que levanta: ¡mano de un padre! ¿Has sido un golfo? Levanta la vista y míralo: apenas te reconoce de lejos, no sólo se conmueve, sino que empieza a correr. Corre aunque en el mundo oriental el correr no es cosa digna para un anciano. Corre, porque el otro que viene hacia él, el joven, correr no puede, tanto lo ha agotado el hambre. Corre porque el amor ha soltado dentro de él un muelle que lo desbloquea por dentro. Corre, como Zaqueo que parece un mono sobre el sicómoro. Pasa de las formalidades, cuelga su dignidad sin importarle lo que diga la gente y corre. Y corriendo acorta la distancia que lo separa de su niño. ¡Sí, también hoy aquel es su hijo! Un Dios que corre: ¿pero cómo haces para no conmoverte?
Y después derrama su humanidad. Lo ha visto de lejos, ha sentido el corazón que le explota, se ha puesto a correr y ahora “se le tira al cuello”.Se tira. No se apoya, ni lo abraza, ni se posa. No: se le tira encima. ¿Sabes por qué? Porque Dios sabe que en el fondo, en el fondo del fondo, todos estamos enfermos de “mimitis”: todos necesitamos a alguien que nos abrace, que nos apriete fuerte hasta el amanecer, que nos mire y nos diga: te quiero mucho. Pequeños o grandes, no importa: basta ser humano para tener necesidad de amor. Dios lo sabe. Y te clava un abrazo. Te hace llorar, porque abrazándote, impide que te arrodilles, impide que tengas que pedir perdón. ¡Delicadeza, sorpresa, amor! Dios te lleva en brazos. Te lleva así para poder besarte.
“Y el Padre -sintetiza la pluma de Lucas- lo besó” Abrazar es tanto. Besar es más. Dios apunta al máximo. Indignarse, ¿pero qué dices? Reprocharle. ¡Anda ya! Venga, vete, bésale. Cristo besa al hombre: es decir, le mira a la cara, apoya sus labios en los suyos, le hace sentir su aliento y el aliento se convierte en su voz. Lo besa porque el beso lo es todo. El beso encierra todo. El beso lo dice todo: estoy bien contigo, te amo, estoy muy cerca de ti. Atención: a una persona que besas no puedes tratarle de usted, debes tutearle. A una persona que te besa no le puedes hablar con miedo. Se dice que Dios mantiene a cada persona con un alambre. Bien, cuando uno comete un error, un pecado, el alambre se rompe. Entonces Dios repara de nuevo el alambre anudándolo. Y es así como Dios termina acercándonos aún más cuanto más uno se aleja. Hasta besarle. Le ha besado. Y pensar que aquel vagabundo estaba convencido que el padre ya no querría saber más de él. Que después de aquella estúpida aventura, el padre estaría ya más que harto de sus bobadas. En cambio se da cuenta de que el Padre no resiste su ausencia, ya no soporta su lejanía. “Pronto, traed el vestido más hermoso y vestidle”. El único resarcimiento de “daños y perjuicios” exigido por el patrimonio dilapidado de aquella manera, es no rechazar los signos de un amor que ya no podía esperar.
El padre espera; pero para el hermano, aquel hijo no se merece nada. Como si hubiese muerto. No se da cuenta de que él tendría que regresar admitiendo, finalmente, que tiene muchas e iguales cosas que hacerse perdonar. Ciertamente: hacerse perdonar aquella regularidad sin arrebatos, aquella respetabilidad gruñona, aquella adulación descarada, la pretensión de ser el hijo ejemplar sin aceptar al otro hijo de su padre. Hacerse perdonar la obediencia sin alegría, el trabajo interesado (interés por un mísero cabrito) la atmósfera gélida que con su presencia crea en casa. Hacerse perdonar la alergia a la fiesta y al perdón. Hacerse perdonar también  que no le ha preocupado lo más mínimo la suerte del hermano. Que por la angustia del padre -que cada día se asomaba a la verja a ver qué- no ha sentido ternura. “Hijo, todo lo que es mío es tuyo”. Justamente esto es lo que le da miedo. Tiene miedo de acabar teniendo el corazón de papá, su amor sin medida. Si se tratase de administrar justicia y castigar, no tendría la más mínima dificultad. Pero aquí se trata de prodigar. Y se queda allí, de pie en el umbral de casa. Condenado a envejecer soñando cabritos y alimentándose de quejas. No ha podido disfrutar de unos corazones (el de su padre y el de su hermano) a los que se les ha devuelto la vida.

Fr. Tomás M. Sanguinetti

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