San Pablo en su “Carta a los Romanos” no describe únicamente un rito sacramental: los gestos del rito son signo e iniciación a un estado de existencia bautismal. El cristiano prolonga, en cada momento de su vida, el significado y la realidad del bautismo, en el dinamismo pascual de muerte-resurrección. Morimos en cada momento, al pecado, al egoísmo, a la carne, al hombre viejo, para resurgir a la vida nueva de amor y gracia, al Espíritu, al hombre nuevo. En la base de la existencia cristiana existe pues una tensión dialéctica, un conflicto entre el sí a las exigencias de la gracia, a las continuas llamadas del Espíritu, y un no a las seducciones de la carne, al peso del egoísmo y la pereza. Y todo esto es cruz. Tomar la cruz, obrar dolorosos alejamientos, perder la propia vida son sinónimos de muerte al pecado y de apertura a las llamadas de la gracia. El cristianismo pascual no es sinónimo de facilidad o de fuga del sufrimiento. El esplendor de la mañana de Pascua está siempre precedido de las tinieblas del Viernes Santo.
Para seguir a Jesucristo es necesario pasar inevitablemente por la senda estrecha. Pero únicamente recorriendo este camino se llega a la vida, de igual manera que sólo quien habrá perdido su vida por Cristo la reencontrará. Y así como la aceptación de la cruz es condición necesaria para seguir al Señor, así el acoger a los otros con generosa hospitalidad es signo de fidelidad al mandamiento nuevo del amor fraterno sin fronteras. No sólo la acogida al compañero, al familiar o al amigo – ¿los paganos no hacen lo mismo?- sino la acogida al forastero, al alejado, al pobre, a aquel que no puede recompensarte. Una acogida que invita a la renuncia, a la disponibilidad, a la gratuidad, porque descubre en el huésped, en el forastero, en el pobre al Divino Forastero que no tiene una piedra donde reposar la cabeza. En el hambriento, en el peregrino, en el desnudo, en el enfermo o prisionero está siempre Jesús que llama a la puerta del cristiano y pide hospitalidad y ayuda.
Pero el don de la acogida y la escucha se manifiestan y nos interpelan también en otras situaciones: en la atención al otro, en la capacidad de diálogo, en el esfuerzo por comprender las razones del otro. Es una actitud, una disposición de fondo que sabe acoger sin espíritu hipercrítico, sin ánimo desconfiado sino más bien con atención y amor.
Pablo VI en el atentado de Manila
En esta actitud y a la vez firmeza del amor, quiero recordar en este domingo las esperanzadoras palabras del beato papa Pablo VI en su viaje a Manila en noviembre de 1970 y que deberían seguir resonando hoy en el corazón de toda la Iglesia:
“¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros.
Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.
Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, y la verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.
Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.
¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos.”
(Pablo VI)
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