domingo, 30 de abril de 2023

Ovejas que no son tontas

 


Por esta vez voy a mostrar mi desacuerdo. Ser oveja (o borrego) siempre es sinónimo de la incapacidad para razonar por ti mismo, de individuar una meta, de emprender un camino valiente, inédito, de fantasía. No estoy de acuerdo. Y por esta vez decido cambiar: este no es el domingo del Buen Pastor, sino el domingo de las ovejas. Mira el evangelio: habla del redil con la misma delicadeza con la que habla del Templo, quizás mayor: no como dormitorio-corral de las ovejas y de las ideas. Un lugar de encuentro en el que se dan cita las ovejas y su Pastor. Que al menos por esta vez posee una característica peculiar: 
“Las ovejas escuchan su voz (…) lo siguen porque conocen su voz”. Extraño oficio el del Pastor. Anómalo y delicado: donde no llega el cayado, entra en juego la voz. Cosas que a nosotros hoy nos dice bien poco. La de Cristo Pastor en cambio, es una voz nítida y directa: “Todos aquellos que vinieron antes de mí, son ladrones y bandidos”. Tanto que las ovejas, que no son tontas,“no los escucharon”. ¡Qué bomba!

En algunos lugares los pastores se lamentan de que el rebaño no les escucha. También el rebaño se lamenta, y a veces con mucha razón, de que no perciben la voz del pastor. ¿Es sólo cuestión de moda o de cambio social? La solución la tenemos en el relato de los Hechos de los Apóstoles cuando afirma que a la gente, después de escuchar a Pedro “se les traspasó el corazón”. ¡Y sólo con oírle hablar! No tras obrar, maniobrar, proyectar, etc… Hablar: simple y apasionadamente, con recta intención y verdad. Como en aquel atardecer que llenó de emociones el camino de aquellos discípulos de Emaús: el corazón se les abrasaba mientras conversaban con el Resucitado. Esta es la razón por la que los discípulos de Pedro se movilizan en seguida: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? ¡Lo mismito que sucede en nuestras celebraciones!


Hablo hoy a mis hermanos en el sacerdocio y a las vocaciones sacerdotales: las ovejas no son tontas. Corren si hay una voz que les enciende el paso. No podemos usar palabras para ellos agotadas, incapaces de abrasarles el corazón, de agitar su respiración. No podemos tener el rostro apagado, la sonrisa helada, una encajada de manos que aleja, un gesto calculado, las palabras sopesadas y pesadas, la mirada opaca, la boca que mastica fórmulas, la actitud envarada. A veces los pastores somos gente de palabras descontadas, previsibles, recicladas, fotocopiadas, estrechas. Sé que muchos diréis: ¡Él era Cristo! Él para hacerse reconocer ha llorado, gritado y hablado. Ha gozado, temblado y exultado. Se ha conmovido; por miseria, por amistad, por perfumes. Ha pedido ayuda, atención, jornadas.  Ha movido corazones, almas, cerebros. Se ha recostado sobre la mesa del mundo para encontrar, abrazar, ayudar. Ha tenido miedo. Ha pedido cercanía. Se ha hundido.

Para hacerse reconocible no se ha avergonzado de ser hombre. Como los pastores que huelen a oveja, que pacen palabras que como milagrosamente renacen de manera continua. Palabras parecidas a las conchas dentro de las que resuena el eco de la voz del mar. Con pastores que no se lamentan, que como Pedro tendrán que responder a una pregunta que vale un atestado de amor: ¿Qué debemos hacer? Es decir que la Palabra ha conmovido, asombrado, desgarrado. Levantado, humillado, maltratado. ¡Qué satisfacción para el pastor: la oveja levanta el lomo y quiere encontrar el camino! Ha nacido en ella la añoranza del sendero. Por suerte que son ovejas. Pero no tan extremamente “ovejas “como para confundir autoridad como rango de mando o autoridad como ascendente. ¡Fin de un cierto tipo de pastoreo: el de los mercenarios!

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