domingo, 12 de febrero de 2023

Cuando Dios hace el contreras

 


Muchas veces las afirmaciones en una frase se estropean con un pero: es bueno, pero…, es hermoso, pero…, es espabilado, pero… es inteligente, pero… Como si la historia -incluso la aparentemente más insignificante o la más gloriosa- estuviera siempre a un paso de explotar, para quedarse allí, como suspendida en la cresta. Poco concluyente. El pero es una ley de lo humano de la que Cristo no osó eximirse aplicándola. Habéis oído decir que… pero yo os digo… Que es como decir: hasta ahora ha parecido que fuese justo así, pero de ahora en adelante ya no será suficiente. Cristo, el contreras del Eterno, la exageración que es siempre anticipo y preludio de la grandeza, la convicción de ser el Hombre definitivo, aquel que cambiará la historia: incluso la convicción absoluta de los propios medios. Es ley humana y Cristo la soporta, incluso con el lujo -porque realmente Él es verdaderamente Hijo de Papá- de añadir de su cosecha propia. Como aquellos músicos geniales que sobre una partitura de autor proponen algunas variaciones melódicas: aquel toque de personalismo artístico que a menudo el público agradece con gusto y aprobación.


Y sin embargo entre los dos peros -el del hombre y el de Dios- viene cifrada la diferencia entre el cielo y la tierra. Porque cuando el hombre manipula aquella partitura, a menudo lo hace para disminuir la proeza de lo que ha sido dicho o hecho con anterioridad -inteligente, pero tenga en cuenta que es hijo de profesores- o lo máximo para buscar una razón que debilite la sublimidad de lo anterior. Cuando es Dios quien lo corrige, aquel pero cambia y produce el efecto contrario: no tanto el banalizar lo que ha sido, sino anunciar algo más grande que dará mayor valor a aquello que lo ha precedido. Como un restaurador de muebles antiguos: no tira las tablas viejas o la madera de cerezo devorada por la carcoma, sino que lo coge y con paciencia de cartujo renueva la frescura y lo restaura dejándolo nuevo. Más fascinante, más precioso, más apreciado y valioso. Así es Dios: después de Él ya no será suficiente el no haber matado: será necesario no haber ofendido al hermano llamándole estúpido. Ya no será suficiente el hecho de no haberte acostado con otra mujer, sino el hecho de haberla mirado con concupiscencia consentida. Es propio de la seriedad del Cielo el ir a la raíz de los problemas para atajarlos: en la mirada del deseo empieza el adulterio; en el considerar estúpido o inepto al hermano, empieza el homicidio. Por eso echaron en cara a Cristo su radicalidad. Radicalidad deriva de raíz, es decir de lo que está en el fondo, en el inicio, de lo que hace transitar la savia, la vida misma. Lo que Cristo exige es ir a la raíz de las cosas para atajar el mal en su base. Hay que impedir que vaya a más y lentamente se descontrole.


Incluso en el Jardín del Edén, el Eterno no se detuvo en la manzana, sino que fue en búsqueda de quien la comió, es decir de Adán. Llegado a él no se detuvo: fue en búsqueda de quien le había inducido, es decir de Eva. Llegado a ella, no se detuvo: fue más lejos, fue a la raíz de quien por pura envidia intentó destruir desde su comienzo la más hermosa entre las historias de amor, aquella entre Dios y el hombre. Allí en la raíz encontró a Satanás y lo maldijo eternamente. Sin términos medios, sin medida, fulminante y audaz. Incluso amenazador con el Demonio. En los evangelios no basta con encontrar un culpable. Cristo busca al Culpable. Del mismo modo que no tendrá suficiente con desenmascarar al mal, sino que irá concienzudamente tras el mal para atajarlo, denigrarlo, y combatirlo sin tregua. Lo que cuenta para el Cielo es la intención, el sentimiento, es decir lo que hay en el corazón de las gestas terrenas.


El pero de Dios: no para humillar sino para perfeccionar, no para regañar sino para estimular, no para esconder sino para señalar. Le acusarán por haber sido el hombre de los cambios: para algunos esto bastó para declararlo reo de muerte. Algunos, éstos en concreto, nunca entenderán que para aquel Hombre cambiar no significaba despreciar el pasado; significaba por el contrario amarlo con tal locura como para arriesgarse hasta la exageración con tal de iluminar de pleno el bien que ya estaba latente.

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