No damos la talla, no bromeemos. No, no estamos a la altura. Nadie que tenga una mínima dosis de realismo puede verdaderamente hacerlo. No somos capaces de anunciar el Reino con suficiente transparencia, con mínima coherencia, con la pasión necesaria. El mundo explota en su misma crisis y en su incurable agresividad y también nosotros hemos sido contagiados y abrumados. Y sentimos el peso de nuestra fragilidad personal y comunitaria.
Esta historia de confiar a la Iglesia, a esta Iglesia, las riendas del Reino ha sido una broma, o un engaño o una locura. Seamos serios. Es lo que se han dicho durante horas los impávidos discípulos reunidos en el Cenáculo. Jesús realmente se ha ido y ellos deben comprender qué han de hacer. Anunciar el Reino, de acuerdo. ¿Dónde, cómo, a partir de cuándo, diciendo qué?
Fuera aún se respira un mal ambiente para los discípulos del Nazareno. ¿Por qué razón masoquista tendrían que salir y hacerse arrestar de nuevo? Pedro y los otros lo saben muy bien, lo han experimentado en su propia piel: no están a la altura del encargo. ¡Diantres, pero si sólo hace un mes habían huido con el rabo entre las piernas! ¿Cómo esperar una diferente reacción, un comportamiento a la altura de la situación? Piensan y discuten los apóstoles. Algunos se hacen un poco los valientes pero cabizbajos. No tienen fuerza, no solos, no ahora.
Se está levantando el viento. Extraño, en Jerusalén esto no suele suceder en primavera. No es un viento: es el huracán. Un huracán que les arranca de sus certezas, que los devasta, que los estropea y los desmelena, en una palabra, que los convierte. El fuego baja al corazón y los consume. El terremoto derriba sus pequeñas certidumbres y sus ansiados proyectos. No, ciertamente, no pueden llevarlo a cabo. De acuerdo.
Será el Espíritu que actuará. Ha llegado, el don anunciado por el Resucitado. Es más loco y anárquico de como nadie osase imaginárselo. Más que cualquier otra luz, más que cualquier convicción o determinación, más que cualquier proyecto o plan pastoral. He aquí el Espíritu. El corazón está repleto, salen por las calles, paran a los peregrinos de paso en Jerusalén por Pentecostés. Hablan del Maestro, lo profesan Mesías y Señor y presente. Ha llegado el Espíritu. Pentecostés. Los evangelistas se divierten jugando con nosotros. Picándonos y sacudiéndonos de encima el síndrome de “lo sabemos ya todo”. Cada uno de ellos bromea y nos provoca: ¿Cuándo ha bajado el Espíritu? Juan dice que Jesús dona el Espíritu desde lo alto de la Cruz, muriendo. O quizás en el atardecer de Pascua, apareciéndose a los discípulos. O a juicio de Lucas, en la fiesta hebrea de Pentecostés. Enigmas a desvelar para llegar a comprender quién es el Espíritu.
El Espíritu nace de la Cruz porque la Cruz manifiesta la medida del amor de Dios que es el Espíritu. Es don total, definitivo, vital. El Espíritu es regalo del Resucitado y lleva consigo los dones de la paz de corazón y la capacidad de perdonar. El Espíritu es la Nueva Ley que sustituye aquella dada por Dios a Moisés en el Sinaí, la fiesta que los judíos festejaban en el día de Pentecostés. Ahora la Ley se encuentra escrita en los corazones y es el Espíritu que nos la recuerda.
Finalmente. El Consolador, para erradicar toda soledad, para hacer de la Iglesia la compañía de Dios a los hombres. El Vivificador, para arrancar el asfalto y cualquier otra costra de las que obstinadamente recubren el rostro de Dios y la Palabra. El Paráclito para defendernos del miedo y de la parte oscura que hay en nosotros y que nos turba impidiéndonos ser verdaderamente discípulos. El Sugeridor, para recordar a los discípulos lo que nos ha dicho Jesucristo cuando nos olvidamos de ello. Él reconstruye los lenguajes, nos da la gracia de comprendernos, de comunicar. Supera la arrogancia del hombre que construye torres para manifestar la propia fuerza y usa el lenguaje del poder que no hace comprender, que confunde, que aleja. Pentecostés es el Antibabel, el otro modo de comprenderse, unidos en la misma búsqueda interior.
He aquí el fuego, que calienta e ilumina, que indica un camino en la noche. He aquí la nube, que mantiene alejados a los egipcios e ilumina el camino del pueblo que huye hacia la libertad del corazón, la niebla que desplaza cualquier otro punto de referencia para confiar en Dios únicamente. He aquí el viento que sopla donde quiere: hemos de ser nosotros los que orienten las velas para recogerlo y ponernos a navegar. He aquí el terremoto que socava desde lo hondo. He aquí la paloma, portadora de buenas noticias, cuando vuelve a las manos seguras de Noé que la ha enviado para saber si el diluvio ha acabado, humilde y dócil.
Prudencia. Al Espíritu encerradlo en el armario, por favor. Es peligroso, devastador, inquietante. Cuando la Iglesia se sienta o se enroca hace nacer santos que la vuelcan. Cuando pensáis que vuestra vida ha acabado, aniquilada, os abre la mirada del corazón. Cuando nuestras parroquias languidecen, se clericalizan, se vacían, se acostumbran, se cansan, se iluden, Él sacude los cimientos, derriba los palacios de la retórica y nos impulsa a salir a las calles de nuestro barrio a decir “Dios”.
Todo el relato parece una escena cómica en la que el Espíritu la lía y los apóstoles corren en vano buscando comprender qué hacer verdaderamente. Es el Espíritu el que guía a la Iglesia, aunque busquemos continuamente corregir el rumbo. Es Él, si quieres, el que puede orientar la vida hacia los caminos de la santidad. Es Él el que sopla, a pesar de todo.
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