¿Habéis visto jamás un político, un rey o un arzobispo venir a vuestra casa a prepararos la comida, limpiar la casa, llevar a los niños al colegio, ir a hacer la compra? ¡Sin embargo ellos son menos que Dios! Pues Jesús ha lavado los pies a sus discípulos, enjugado las lágrimas, sanado a los enfermos, dado de comer a miles de personas, visitado a ladrones y prostitutas.
¿Y nosotros qué hacemos? Esperamos que siempre sean los demás los que vengan a nosotros, a pedirnos disculpas, a dirimir alguna controversia. Siempre deseamos que los demás nos sirvan, nos reverencien, nos den algo, nos hagan un favor. Y eso es así porque cuando recibimos, estamos mejor predispuestos a considerar la idea de poder hacer nosotros un favor a otro: con la condición de que no nos cueste mucho trabajo, no nos ocupe demasiado tiempo, no nos distraiga de nuestros importantísimos compromisos diarios. Pero sobre todo, que no sea nada de valor superior a lo recibido.
Hoy en día son muy pocos los que dan la propia vida por los demás, que se dedican al prójimo sin pedir nada a cambio. ¿Sabéis cuál es la motivación que empuja a algunos a dar sin recibir? Es aquello que se llama “pasión”, aquella fuerza que te impulsa, te agita, te hace vibrar y te hace llevar a cabo acciones, a veces locuras; pero que están llenas de entusiasmo, de amor y de alegría, sentimientos que satisfacen y que por sí solos te recompensan cualquier sacrificio que debas llevar a cabo. Pasión por el hombre, pasión por la naturaleza, pasión por la ecología y tantas otras motivaciones que brotan desde el hondón del alma, pero que para los que tienen fe se convierten substancialmente en pasión por Dios, amor hacia Aquel que nos ama con todo el corazón. Y cuando hay pasión no necesitamos nada más.
Me doy cuenta a menudo de que a la juventud, ¡precisamente a la juventud!, le falta pasión. Cuando les pregunto lo que les gustaría hacer responden con un lacónico “no lo sé”. Si intentas tomar la iniciativa con propuestas como ir a buscar setas, ir a pescar, hacer una excursión por la montaña, ir a ver a algún compañero enfermo al hospital, encuentras mil excusas o aún peor, acuden pero con la cabeza gacha como si aquello fuese un castigo. Observándoles se ve que no tienen pasión, que no hay nada que les enamore, que no tienen aquella hermosísima locura que te hace amar, correr, reír, hacer el loco; que te hace levantarte a las 4 de la madrugada e ir a dormir a medianoche; que te hace abrazar al pobre, al enfermo, al niño maltratado: porque el dar es por sí mismo un recibir.
A veces escucho felicitaciones por ocuparme de los jóvenes, pero en el fondo no entienden que no se trata de un auténtico sacrificio heroico o un acto de virtud: porque es la pasión la que nos anima, la que nos hace gozar cada vez que hacemos alguna cosa por ellos.
¡Qué tristeza ver a aquellos que no tienen ninguna pasión por el prójimo! ¡Cuántas energías podrían dedicar para crecer, amar, sentirse amados! Pensemos en los que tienen pasión por algún deporte. Es muy chulo levantarse por la mañana para ir a entrenar antes o después de ir al trabajo, al Insti o a la Uni, superando los propios límites. Es hermoso ganar los partidos o carreras y ser aclamados como campeones. Pero todo ello está finalizado en sí mismo.
Pensad en los apasionados que tienen la meta en el servicio a los demás, creando un equipo de futbol o de baloncesto con la intención de sacar a los chavales de la calle, transmitiéndoles aquella pasión que les lleva a superar los propios límites, enseñándoles el valor del sacrificio, de la lucha, del esfuerzo para obtener un resultado.
Pasión: cada día falta porque está escondida en cada uno de nosotros tras la cortina de la pereza, del consumismo, del egoísmo. Sacudamos nuestro corazón, hagamos aflorar la pasión que está dentro de nosotros, pasión por algo que valga la pena, y pongámosla al servicio de los demás, al servicio de Dios.
Jesucristo reacciona con viveza ante la amenaza que pesa una vez más sobre la comunidad a causa de la ambición desenfrenada de copar los primeros lugares, de conquistar el poder. Su lección es muy severa, casi solemne. Él propone como compensación una nueva economía social: la de una comunidad sin poder cuya única regla es servir, ofreciendo la propia vida por los hermanos, bebiendo el cáliz hasta la última gota. Y por todos sus miembros, porque todos son hermanos.
A la imagen del jefe que manda se contrapone la del que sirve. Los que van a la cabeza paradójicamente tienen una única misión: servir. Su prototipo es el Mesías, convertido en Hijo del Hombre, siervo de todos los siervos, para rescate de aquellos a los que ofrece lo que tiene, es decir: todo. Él aplica una técnica poco empleada para sanar a la sociedad humana: la homeopatía. La entrega radical de Jesús junto con la nuestra, curarán a toda la humanidad de su esclavitud endémica: el egoísmo y el pecado. Él ha formulado su proyecto de comunidad, su carta constitucional, a la que todos los participantes deben adherirse: cada uno tiene que ser servidor de todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario