Cuando vemos las noticias en los informativos y podemos presenciar la ceremonia pública de la firma de una alianza entre dos estados, observaremos como los jefes de estado firman un documento, sentados en una mesa, y al término se intercambian sonriendo las plumas estilográficas. Cada uno de ellos conservará en su archivo una copia del tratado de alianza firmado por ambos.
Pero a veces, ningún documento, ninguna firma. Sólo un sencillo gesto de amistad, que hoy en día está presente en todas las culturas del mundo (la encajada de manos) ha sancionado el fin de décadas de hostilidad y el inicio de una relación completamente nueva. Los enemigos han pasado a ser amigos. Ahora entre los dos estados existe una nueva relación, el pasado es olvidado. Las personas pueden circular libremente de un estado a otro, las mercancías y los bienes pueden intercambiarse después de un largo embargo. La apertura de un grifo o una toma de agua que había sido anulada, comporta beneficios, comunicación, paz, vida.
Lo mismo ha deseado hacer Dios con el hombre en el curso de tantos miles de años. Ha buscado un modo para hacer una alianza con los hombres, convertirse en su amigo, para que los hombres pudiesen recibir sus bienes y pudieran pasar libremente de la tierra al cielo, vivir en paz y amistad entre ellos y con Él. Ha intentado abrir aquel grifo que permite a los hombres recibir su Agua Viva, que nos da la vida eterna. Pero existía un problema: con Dios no se puede ir con “golpecitos en la espalda”. A Moisés que de manera ingenua le pedía ver su rostro, Dios le contestó con severidad que nadie podría jamás ver su rostro porque “nadie puede verme y permanecer con vida”. E inmediatamente después Dios concedió a Moisés el poder ver sus hombros, pero no su rostro. (Ex. 33,23) Algo es algo.
Dios siempre ha tenido la misma obsesión en su trato con los hombres: buscar como colmar una distancia infinita. La distancia existente entre Dios y el hombre está bien sintetizada en la segunda lectura con la expresión “obras de muerte”. El pecado, que es justamente una obra de muerte porque nos hace morir, tiene el poder diabólico de mantenernos distantes de Dios, impedir que Dios colme la distancia.
Entonces Dios ha inventado una cosa muy hermosa que se llama alianza. La alianza funciona así: el hombre se compromete a observar los mandamientos de Dios, y Dios en cambio le garantiza su bendición y la salvación de las obras de muerte. Todo esto Dios, siendo invisible, no lo puede hacer con una encajada de manos ante la multitud de medios gráficos, sino mediante un rito donde, en vez de tinta, se usa la sangre. La sangre es el elemento con el que se firman las alianzas en la Biblia.
En la liturgia de esta fiesta de Corpus hay dos palabras que están presentes en todas las lecturas y en buena parte del oracional: sangre y alianza. Su cercanía confirma lo dicho hasta aquí.
La sangre era usada en el Antiguo Testamento para sancionar el pacto de amistad entre Dios y el pueblo de Israel. Sangre de cabras y terneros, sangre de toros…El pueblo que participaba de la alianza era rociado con sangre como signo de santificación y de purificación. La sangre servía como tinta: los que eran marcados con ella se convertían en aliados de Dios, siempre bajo la condición de observar sus mandatos.
Misa de San Ignacio en Manresa |
Los que hayan visto la última película de Ridley Scott, titulada “Éxodus. Dioses y Reyes” quizás recordarán la escena en la que los hebreos, la noche antes de partir de Egipto, sumergen trapos en cubos llenos de sangre con los cuales empapan los dinteles de las puertas de sus casas. Una escena impresionante. Las entradas de las casas inundadas de sangre. Moisés les había garantizado una cosa: aquella sangre protegería a los primogénitos de los israelitas de la muerte. En aquella noche la sangre del cordero salva la vida de los israelitas.
La Escritura describe muchas alianzas de Dios con el hombre, que repetidas veces ofrece a los hombres su alianza por medio de los profetas enseñándoles a esperar en la salvación. Pero hay un problema: los hombres continuamente trasgreden las varias alianzas que Dios hace con ellos. Sería como si dos estados hicieran un pacto comercial, con ciertas cláusulas y, después de rubricarla, uno de ellos empezase a comportarse como un enemigo en vez de como un aliado.
En la Ultima Cena, Jesús ha instituido una alianza que es nueva y eterna: es la última. No habrá otras. Aquella es la definitiva y final a la que jamás Él renunciará, que nunca se cancelada por Él. Es una alianza blindada.
Esta alianza nueva, definitiva, final e indisoluble, Dios la ha querido firmar con la sangre de su Hijo, que ha dado su vida “obteniendo así una redención eterna y purificando nuestra conciencia de las obras de la muerte, para que sirvamos al Dios viviente”.
Los efectos de este pacto definitivo son dos, ambos maravillosos:
Jesús desde ahora y para siempre es el Mediador de una Nueva Alianza
Siendo su muerte en rescate por las trasgresiones cometidas bajo la primera alianza, aquellos que han sido llamados reciben la herencia eterna que les había sido prometida.
La Iglesia desde hace 2000 años obedece el Memorial del Señor, repitiendo en la celebración de la Santa Misa sus mismos gestos y sus idénticas palabras. Cada vez que los sacerdotes lo hacen en su memoria, el Mediador viene entre nosotros, vivo y real, y nosotros recibimos la herencia eterna.
La solemnidad de Corpus que hoy celebramos sirve para recordar al pueblo de Dios que en aquel trocito de pan y en aquel vino del cáliz, están el Cuerpo y la Sangre de Jesús, el Hijo de Dios, que se ha entregado por nosotros para darnos la herencia eterna.
En este día, en muchos países del mundo, el Santísimo Sacramento, será llevado en procesión por las calles de las ciudades y pueblos, y la gente preparará alfombras de flores y guirnaldas para demostrar que cree en esta presencia real, misteriosa pero eficaz, de Jesús en la Eucaristía. Jesús está presente realmente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el Santísimo Sacramento Eucarístico.
Hoy nos arrodillamos ante esta presencia que construye a la Iglesia y celebramos la nueva y eterna alianza, no rociándonos con sangre y mucho menos empapando los dinteles de nuestras casas con ella. Sino alimentándonos con el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Por ello, queremos repetir con la Iglesia entera y con Santo Tomás de Aquino, un fragmento de una oración antigua y admirable, el Lauda Sion, considerado con el culmen de la poesía religiosa de todos los tiempos, por su profundidad doctrinal y sabiduría estética. Bone pastor panis vere, Jesu nostri miserére: tu nos pasce, nos tuére: tu nos bona fac vidére in terra vivéntium. ¡Oh Buen Pastor, Pan verdadero, oh Jesús nuestro, ten misericordia de nosotros!: ¡apaciéntanos y cuídanos; y haznos contemplar los bienes verdaderos en la tierra de los vivientes!
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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