domingo, 22 de noviembre de 2020

EL INFIERNO ES UNA OMISIÓN DE SOCORRO

 


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Dios  intenta rescatarnos hasta el último momento. Y es en esa acción de rescate hasta  el último momento –este es el último domingo a disposición del ciclo litúrgico- cuando se enciende la más bella de todas las revelaciones. Una especie de revolución: Dios no se inquieta en exceso por nuestros pecados. Sufre, el Dios cristiano, de una especie de amnesia: por disposición tiende a olvidar fácilmente las cosas. Ciertas cosas: no creamos que Dios se olvida de todo. Un Dios olvidadizo sería un Dios poco fiable, una especie de pasatiempo para nada. Olvida las cosas que han ido mal: así que es un Dios que sólo recuerda las cosas que han tenido éxito. Cada vez que uno haga un esfuerzo por levantarse- comenzar de nuevo es su verbo favorito, junto con el remiendo, la reparación - aprovechará el bien, para regar el mal y enviarlo a la deriva. Lo llaman juicio-final: siempre y cuando juzgar sea verbal-validación, no redacción de sentencia. El miedo al juicio surge de la culpa pues la nostalgia por la misericordia es la gracia que proviene de la vergüenza de los pecados de uno: "Míralo y estarás radiante, tu rostro no debe sonrojarse" (Sal 34, 6). La vergüenza es la fuerza de choque. 

 

Sin temor, por lo tanto: no hay intención de juicio en el corazón de Dios. "Entonces todo es lícito" - alguien dirá. Miente, sabiendo que está mintiendo, quién piensa en esto. El Dios cristiano es un amante loco de la libertad: al crearla, en cierto sentido, eligió depender de la libertad del hombre. Su sueño seguía siendo el del principio: que nadie se perdiera de todos los que creó. Algunos, sin embargo, muestran el deseo de ir por su cuenta: en ese caso Dios -cuyo sufrimiento nadie puede imaginar- aceptará que se le negará el amor pagado con sangre. "¿Qué va a pasar, entonces, ese día? Vas a preguntar. Justicia: que, por fin, sabremos cómo fue realmente la historia. Nuestra historia. Como todo aquí abajo está confundido, entrelazado, no lo acabamos de percibir; el deseo más codiciado será saber perfectamente cómo fue la vida aquí abajo. Y, al aprenderlo, veremos a Dios firmar nuestro plan para la eternidad. Una especie de respaldo de lo que hemos elegido llegar a ser: será la bendición de la libertad. Llorando por nuestras maldiciones: "Muchas veces las bendiciones no fueron bien" escribe Kent Haruf en su novela “Nosotros en la noche”. Amar es esperar todo, incluso lo contrario de todo.


 

Casi parecen  asuntos nimios e intrascendentes: "Tenía hambre, tenía sed, era extranjero, desnudo, enfermo, en prisión". Me has rescatado: pan y agua, una puerta abierta, un vestido, una visita. O todo lo contrario: 'No me aceptaste'. Lo que molesta, en ambos casos, es la cotidianidad de los verbos: comer, beber, alojar, vestirse, visitar, sentir lástima. Mézclalos y harán toda una vida: el Paraíso. Una especie de asombro primigenio: porque quienes los llevaron a cabo se darán cuenta de que, haciendo el bien, se estaba construyendo el futuro: "Era obvio hacerlo", dirán. ¿Los otros? Comerse las uñas hasta los muñones, por haber imaginado a la eternidad algo de difícil comprensión - para ir y buscar quién sabe dónde - para perder el momento decisivo, el que fluía ante los ojos. Mientras estaba a mano: en el armario, en el grifo, en el armario. Ha permanecido como el más intrigante de los misterios: lo eterno se juega en lo efímero, lo universal se cierra en el detalle, los sueños de Dios dependen de las acciones del hombre. No había un Dios que señalase que uno estaba cerca de gestos definitivos: había dejado al hombre como su cartel. El hombre exhausto: "Todo lo que le has hecho a uno de estos hermanos menores míos, me has hecho a mí." Dios, cuando quiere jugar por sorpresa, viaja en segunda  clase.

 

Es un anuncio final: más allá de eso seremos lo que decidimos ser mientras estábamos aquí.  No es una sorpresa: ¿por qué, entonces, asustarse? 

 

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También dice el adagio popular: 'Mueres como vives'. Es una forma de igualdad, la más ecuménica. Dios no nos enviará al Infierno o al Paraíso: el juicio es del bien. Eso ha  hecho o  no lo ha hecho: o seremos hombres que han hecho el bien u hombres que no lo han hecho. La omisión del bien -habiendo sido capaz de hacerlo, no haberlo hecho- es una acción que Dios no será capaz de revertir, con el dolor de la manipulación de la libertad. La omisión de socorro es la motivación del Infierno. El pecado si lo consideramos bien es un empujón hacia el Paraíso. De cara a Dios no ha de ser tanto un motivo de vergüenza como una conciencia y un revulsivo  que facilite el retorno a Él. Si la vergüenza por el pecado conlleva eso, Dios elige esa vergüenza. Mejor eso que no hacer nada. A Dios no le gusta la inacción. A Él, Rey eterno que siempre está en misión de rescate. 


Mn. Francesc M. Espinar Comas

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