SIN MEDIDA
Observando los tiempos en los que vivimos, tiempos recios, densos de grandes contradicciones, me doy cuenta con más fuerza que nunca de que es la vuelta a lo esencial lo que nos salva. “Lo esencial”, expresión de una pobreza radical que únicamente en las manos de Dios puede convertirse en descubrimiento de la mayor riqueza. Esencial que tiene aroma de inicios, que tiene el parecido con una semilla esparcida abundantemente sobre la tierra, custodiando anhelos y esperanzas para la vida del mundo.
Indiscutiblemente la protagonista de este domingo es la Palabra de Dios. Palabra de amor que Dios pronuncia sobre nosotros, sobre el mundo, sobre la historia y que acaricia como una brisa suave nuestra vida, tantas veces suspendida en el sufrimiento y en el “sin sentido” en el que parece hundirse la mejor de nuestras jornadas. Palabra eficaz que no vuelve al remitente, sin antes obrar aquello para lo que fue ideada y enviada. Palabra que lleva en sí el gemido de toda carne y de toda la creación entera, sedienta de vida, de libertad, de plenitud, de Dios. Palabra que realiza lo que promete, porque Dios es fiel siempre a sus promesas.
En la vida de cada uno de nosotros, aunque la rechacemos, aunque no nos demos cuenta, aunque quizá nos sintamos aplastados por nuestra superficialidad, está obrando la Palabra de Dios que como fecunda semilla, visita nuestra tierra.
De todo esto nos habla el evangelio a través de una parábola. Un texto que aunque conocido de sobras, no podemos tratar como si fuese unas historieta de las que conocemos el final.
En el centro de la parábola de hoy no encontramos al sembrador y ni siquiera el terreno. En el centro de todo está la semilla, es decir la Palabra, y de hecho las cuatro situaciones que el evangelio describe, cuentan los destinos diversos a los que se ve abocada la única semilla: el anuncio de la Palabra.
El relato (Mt 13,1-23) describe una siembra verdaderamente sobreabundante, exagerada, casi un “derroche”. La exageración y la gratuidad del sembrador que derrocha la semilla entre zarzas, piedras y camino no está orientada a la ganancia o al lucro, no hace categorías o preferencias entre terrenos: todo habla de Dios, de su amor loco y desbordante, que se da sin medida, indistintamente, hasta el derroche. El evangelio está lleno de derroche, ama el derroche “por la vida” porque éste muestra el rostro de Dios: un Dios sembrador de vida a manos llenas, sin cálculos…
Hay que decir que también en la misma siembra son posibles éxitos diversos y contrapuestos. Nosotros anhelaríamos una victoria triunfante de la semilla, una presencia visible y dominante del germen de la Palabra que se hace camino en la tierra estéril. Y en cambio no. Continuamente experimentamos como en nuestro corazón conviven espacios de acogida y de superficialidad, situaciones de asfixia debido a tantas, demasiadas preocupaciones del mundo; y horizontes inéditos, al límite de la confianza y la esperanza que palpitan en Dios.
¡Me gusta imaginar la cara de los discípulos cuando a propósito de la semilla caída en tierra buena oyen hablar de una cosecha en términos de 100, 60, 30 sacos! La proporción obviamente es altísima, desmesurada, inverosímil, considerando los escasos medios de Palestina en aquellos tiempos de Jesús. ¡Que exageración! ¿Cómo es posible una cosecha tan abundante? Las leyes de la naturaleza son superadas, son dejadas de lado para ceder el paso a una nueva ley: la del amor que se adelanta a darlo todo a fondo perdido, sin esperar nada a cambio: que es exageradamente, incomprensiblemente divino.
Es la justicia divina que espera que nuestra justicia humana sobrepase la de los escribas y fariseos, que supere los preceptos pormenorizados y de corta mira del cumplimiento observante de la ley, y entre en la dinámica del amor fraterno que es exigencia del sacrificio de Cristo que murió por los enemigos y que nos exige vivir reconciliados con todo el mundo (Mt 5,20-24). La unanimidad en el amor es además condición para la oración comunitaria (1 Pe 3,8-15) Ése es el atrio de la libertad gloriosa de los hijos de Dios. (Rom. 8, 18-23).
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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