Como envuelto en el aroma de lo cotidiano: una pizca de sal en la sopa y una lámpara encima de la mesa para iluminar la casa. Porque el Rabbí, Maestro de una aldea perdida de Galilea, parece divertirse leyendo los secretos de la existencia misma dentro de los pétalos de una amapola. Y registrando en los pequeños detalles de una vida común las grandes maniobras que hacen de una vida cualquiera una auténticamente vivida.
El Hombre de Nazaret asombra quizás por aquella innata capacidad de escrutar el Reino de Arriba dentro de la confusa caricia de la vida de aquí abajo. Desde entonces, a partir de aquella primera pedagogía de la sorpresa, cualquiera descubrirá que no será a partir de lo que una persona dice de Dios, sino a partir de cómo te habla de las realidades comunes que tendrá la percepción de si esta persona ha vivido o no en el fuego del amor de Dios. Sal y luz, como un día agua y ceniza, Gracia y arrepentimiento, hombre y Dios. Y sin embargo no basta el hecho de ser predestinados, no basta el hecho de ser sal y luz para aromatizar y dar sabor e iluminar al mundo: será necesario rememorar a ultranza que si la sal pierde su sabor no sirve ya para nada más que para ser arrojada y pisoteada por la gente.
Que la lámpara ha sido hecha para ser puesta sobre el candelabro y no dentro o debajo de un cajón. En resumidas cuentas: que la sal debe conservar su sabor y la luz estar sobre el candelabro: si no, no son ni sal ni luz. Se convertirán en ingredientes caducados que la buena ama de casa, obsesionada por el orden y la limpieza, decretará incapaces de producir gusto y claridad. Es decir los dejará de lado por inútiles.
Así pues, en la lógica del Evangelio, también un cristiano puede convertirse en inútil si pasa la entera vida sin que nadie se dé cuenta de la diferencia que había en él, aún más grave si acontece después de palpar las sorpresas de Dios, después de haber sido embridado dentro de una historia con Dios. El evangelio es diáfano e imposible de ser mal comprendido en este particular. Si la sal pierde su gusto no sirve para nada; pero si uno se pasa con la sal en la sopa, ésta se convierte en incomible, repugnante e indispone el apetito. No sólo el cristianismo insípido parece desanimar al Nazareno, sino también el cristianismo indiscreto, quisquilloso, sabelotodo y de este modo deteriorado: para favorecer la sorpresa de Dios, parece sugerir Cristo, es necesaria la justa dosis de presencia y esencia, de intervención y tregua, de entrada y salida. Como la madre, que exenta de toda licenciatura en arte culinario, sabe añadir la justa medida de sal para que el plato resulte sabroso. Con un añadido que le viene de la experiencia: cuando se le ha ido la mano con la sal, resulta casi imposible solucionarlo. Cuando sin embargo falta, siempre se puede añadir. Un refrán catalán dice: “Qui cuina salat cuina pel gat, qui cuina dolç cuina per a tots” (Quien cocina salado cocina para el gato, quien cocina dulce cocina para todos).
Maravilloso Cristo, también en esto muestra su sabiduría: mejor parecer débiles y después añadir la intervención de la Gracia, que parecer fuertes a ultranza y relegar la Gracia de Dios a un simple decorado. Mejor de puntillas –como en la lejana tarde de Emaús– y despacito avanzar con discreción, que entrar en la vida de las personas como elefante en una cacharrería. Quizás, con el evangelio en la mano, para convertirse en cristianos el secreto reside en ser a la par obstinados y flexibles, más o menos al mismo tiempo. Naturalmente lo difícil es saber ser lo uno o lo otro. La sabiduría cristiana es sabiduría y sabor, como se nos dijo el día de nuestro bautismo al ponernos la sal entre los labios: “Accipe salem sapientiae, propitiatio sit tibi in vitam aeternam” (Recibe la sal de la sabiduría que te sea propicia (útil) para la vida eterna) ¡Recibimos en germen el gusto de una historia con Dios!
Los cristianos no somos héroes sino hombres diferentes. Gente que sorprendida por la irrupción de Dios en la propia vida, en primer lugar deciden hacerse presentes en el mundo y después, meditando sobre el mundo, se atreven a proponer transformaciones. Presentes en el mundo, ante sí mismos, y ante Dios: para ser una humanidad que no teme a la aventura de la vida sino que midiéndose con ella, comparte la maravilla de sentirse llamada a humanizar la historia. Esparciendo el gusto de Dios.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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