Como descendientes directos de la estirpe del Iscariote: así aparecen a los ojos de la gente mis discípulos. Con heridas y monstruosidades, por años con el aliento ahogándoles y la amargura de la mirada, oliendo a sudor y cándidos de nostalgia. Los malditos, los bastardos, los traidores: existe siempre una aproximación por exceso de negación cuando se habla de Judas, del ladrón y de sus sucesores. Y sin embargo los he visto allí, agachados el jueves sintiendo el escalofrío de aquella agua descendiendo también por sus pies: el mismo amor por los pies de Judas como por los de Bartolomé y los de Tadeo usó aquel día el Maestro de Nazaret. Y yo, aquel día, sacerdote como Judas: también él fue consagrado sacerdote, primero entre los doce primeros sacerdotes de la historia de la humanidad. Aquella noche nos dormimos con un incómodo testamento en la cómoda: una jofaina y un pocillo de agua. Y nosotros, tremendamente hombres, hemos correspondido a la gentileza: un trozo de madero y un puñado de clavos. Hace siglos que el hombre debe recordar la ingratitud que alberga en el corazón.
Desde el viernes, con la Cruz estrechada entre las manos, quería boicotear el gesto del beso: “Señor, te evito una doble traición”. Los he observado mientras en el evangelio el gallo cantaba y Pedro mentía, mientras Barrabás exultaba y el inocente sucumbía, mientras en el Calvario se apresuraban las primeras sombras de la gran escena. Después, cuando los he visto en fila india, quería decirles: “no gente, cuando es demasiado es demasiado”. He intentado apartar aquella cruz, pero es como si Él me hubiese dicho: “Déjame aquí, enamorado hasta la burla”. Lo he dejado -Dios entre mis brazos pequeños a sostenerlo- y he llorado. He fotografiado los labios de mi Judas, duros mientras tocaban Sus labios: en los ojos la nostalgia de los grandes encuentros, la amargura de las pesadas traiciones, la conciencia de la miseria humana. Y Él allí, infatigablemente Dios, a dejarse tocar por aquellos labios impuros, para mostrar al hombre cómo el morir es el infinitivo del verbo amar. Allí, frente a mí, el eterno duelo entre la Vida y la Muerte, entre la Verdad y la Mentira, entre el sueño y la locura: a un paso de lo posible, para contemplar la agonía de la gracia derrochada a ultranza por la mastodóntica presencia de la desgracia. No ha soportado el peso de aquella mirada: ha abrazado la Cruz, la ha besado, la ha ensuciado de lágrimas. El todo como preludio de la espléndida afirmación susurrada casi en silencio: “Perdóname, Señor”. Aquella cruz debía quedar allí, para aguantarla debía estar yo: para aprender, aunque sacerdote, que para quien lo mira desde fuera, la gracia no es siempre comprensible.
Esta noche será noche de vela, dentro de los pasillos de mi pequeña parroquia. El silencio de esta mañana, las confesiones de la última hora, aquella ráfaga en la mirada y aquella pequeñísima escapatoria en el corazón. Lo han traicionado y aplastado, condenado y juzgado, burlado y rechazado: qué mejores compañeros de mis perdedores para celebrar la aventura del Triduo Pascual. Mañana por la mañana los veré venir con los vestidos de los días de fiesta: la barba descuidada se rasurará; del armario saldrán aquellos vestidos que huelen a nuevo; los zapatos rotos cederán el sitio por un rato a unos más elegantes. Se levantarán al amanecer y aún lejos del alba, tras los pasos de aquellas cuatro mujeres desveladas en aquella primera mañana toda hebraica. Entonarán la voz, intentarán una partitura musical, desafiarán a la rítmica y enfadarán al organista. Mañana todo les será perdonado, una amnistía pascual para permitirles robar a San Agustín la frase que en las iglesias ha resonado esta noche: O felix culpa! Oh feliz culpa que nos mereció tal y tan gran Redentor. Será un canto desentonado aunque entonado, loco por lo amoroso, terrible por lo verdadero. Por otra parte Él había jurado que era la oveja perdida la que andaba buscando, el pecador endurecido el que quería atraer, el hombre perdido, el que buscaba salvar. Ellos perfumados por los momentos pascuales, nosotros peregrinos en el desierto de la desesperación con el olor de estas malditas ovejas. Un olor que en estos días Allí Arriba es considerado como un perfume de prestigiosa marca. Porque atestigua la frecuentación cotidiana con el rebaño de los alejados. De aquellos ladrones que, con el evangelio en la mano, estaban junto a Cristo el día que inauguró el Paraíso. Porque Pascua es creer en lo inimaginable de un Dios eternamente capaz de asombrar. Para despertar al hombre en su belleza perdida.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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