Aquellos que son considerados “grandes” tienen la capacidad atractiva de arrastrar a las masas, quizás para después mostrarse decadentes a nivel personal, en el “cara a cara”. Concentrados en los grandes proyectos, les gustan las multitudes que llenan las plazas, no las personas humildes con sus pequeños problemas. Los grandes no buscan confidencias y amistad sino fidelidad y obediencia. También en este nivel el Señor Jesús es una excepción: arrastra multitudes, seduce los corazones; pero cuando todos están pendientes de sus labios, desvela una atención puntual por las personas. “Y vio una pobre viuda que echó dos monedas” En medio de la multitud dirigió su mirada hacia la honrosa pobreza de aquella mujer. El Evangelio está lleno de hombres y mujeres que después de haberle encontrado ya no son ellos mismos, son transformados, cambian radicalmente de vida.
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Era un ojeador o cazatalentos especializado en encontrar los gestos de belleza y de sinceridad escondidos en el montón de la vulgaridad, de la banalidad, de la falsedad. Entre los ricachones barrigones y vanidosos que presumen de las ofrendas entregadas en el Templo, descubre a la pobre viuda y señalándola a todos, les subraya que callada y discretamente ha entregado aquellas dos monedas. Este es el Jesús del Evangelio que nos quieren robar: el hombre fuerte, libre, batallador pero tierno y amante de la belleza. Quien se enamora de estos trazos sentirá un fuerte deseo de amarlo y de seguirlo para aprender a mirar al mundo con sus ojos; hará lo imposible por tener una vida bella y se dedicará a recuperar la belleza de todo lo que la oculta y la desfigura.
¿Cómo llevarlo a cabo? El secreto está escondido en las manos de aquella viuda: podemos jugar con la fe o jugárnosla en la fe. Los escriban juegan, la viuda se la juega. Los escribas, primos hermanos de los fariseos, saben todo de la religión, juegan con su sabiduría, se arrogan el derecho de llamar pobres desgraciados a los que cojeando están escribiendo su historia. La viuda, al contrario, pone en la balanza toda su vida y habiendo dado todo lo que tiene, se juega todo lo que es: a Dios, con mano humilde y ligera, le da sus monedas, su pequeña ofrenda, sus poquísimos talentos. Y como son poca cosa los deposita con delicadeza de mujer en la caja de las ofrendas. Echándolas, vacía su vida, abre su corazón, se juega todo por el todo. Esta viuda incomoda, justo lo contrario del joven rico. De él los evangelios nos transmiten la tristeza de su rostro en el momento del rechazo, aunque conocía y observaba todos los mandamientos. La viuda se pone a colaborar con Dios inmediatamente, desacreditando los cálculos notariales de los que la rodean.
Me miro al espejo y esta mujer -viuda, pobre y quizás muy poco seductora- me adelanta por la escuadra. Corre demasiado deprisa y fuera de los límites de velocidad. Habría que multarla pero está prohibido, porque ésa es la autopista del Evangelio y los criterios de velocidad son los opuestos. O corres, o la vida te retira el permiso de conducir. Esa velocidad me da miedo porque me está gritando que los sueños de Dios no aceptan cálculos, me piden romper mi historia, acelerar los tiempos, y que no me avergüence de mi parquedad. Me recuerda que no se puede ser fiel sin riesgos. Por otra parte también Dios se arriesga hoy invirtiendo en mí.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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